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LITURGIA DEL VATICANO II

MISA DOMINICAL

MISA DOMINICAL

 

Sumario. 1. Primeros testimonios. 2. La descripción de san Justino. 3. La misa dominical durante el medievo y el periodo de la contrarreforma. 4. Los postulados del Vaticano II. 5. La misa dominical en un contexto de nueva evangelización. 6. Obligatoriedad de la misa dominical. 

 


 

 

1. Primeros testimonios. La primera descripción completa de la Eucaristía dominical se encuentra en la Apología I de san Justino (ca. 150). Pero existen testimonios que nos retrotraen a la misma época apostólica y, sin dejar de ser parcos en detalles, atestiguan un dato fundamental: la Eucaristía está tan vinculada con la celebración del domingo, que la primera finalidad al crearse esta institución fue que la comunidad pudiera reunirse en torno al altar del Señor. Los Apóstoles, al instituir el domingo en Jerusalén poco después de Pentecostés, no tuvieron más que seguir la enseñanza del Maestro, que había querido señalar «el primer día de la semana» judía, resucitando de entre los muertos y presentándose a ellos estando primero ausente y luego presente Tomás ( ). Debió resultarles normal reunirse ese día para hablar de su Señor, orar en su nombre y celebrar mediante la Eucaristía el misterio del cual ellos eran testigos. Por eso, detrás del primer sumario de Lucas sobre la vida de la primera comunidad jerosolimitana, en el que «la fracción del pan» ocupa un puesto cuando menos importante, hay que ver en él la praxis de esa comunidad desde los primeros momentos y descubrir la celebración eucarística dominical, aunque no la mencione expresamente. La «fracción del pan» reunía la comunidad cada día, especialmente el domingo, en torno al Resucitado; y lo hacía con tanta eficacia que les impulsaba a la comunión espontánea de bienes y a la asunción como propias de las necesidades de los demás. 

El mismo san Lucas, cuando describe la despedida de Pablo de la comunidad de Tróade después de la Pascua del 57/58, señala con toda intencionalidad una serie de detalles que ponen de relieve tanto que se trata de la celebración de la Eucaristía dominical como la importancia que la misma tiene en esta ocasión (cf. Hch 20, 7-20). La narración de Lucas da por descontado que la celebración dominical no es algo insólito sino que forma parte de la praxis habitual de esta comunidad, puesto que no se siente obligado a dar ningún tipo de justificación.

Por otra parte, algunos años antes Pablo manda a los fieles de Corinto que realicen cada domingo una colecta a favor de la comunidad de Jerusalén (1 Co 16, 1-2), que se encuentra en una situación crítica. Aunque el texto no hace ninguna alusión a que la colecta tenga lugar durante la celebración de la Eucaristía, los exégetas se inclinan a pensar que a ella se alude de modo implícito; más aún, dan como muy verosímil que la colecta definitiva se recogió en una celebración eucarística dominical.

Unos decenios más tarde, la Didaké deja constancia de que los cristianos se reúnen cada domingo para celebrar la Eucaristía y de la importancia que ella tiene para la vida de la comunidad, puesto que todos se reúnen en un mismo lugar, todos se reconcilian entre sí de sus posibles faltas de fraternidad, todos experimentan la presencia viva del Resucitado y todos encuentran en aquella reunión eucarística la fuerza para reforzar sus vínculos fraternales y su testimonio cristiano (cf. cap. 14).

  Cuando enseguida san Juan escriba el Apocalipsis (cf. Ap 2, 7; 2, 17; 3,20; 22, 2) la situación está tan consolidada, que se siente obligado a situar las revelaciones al vidente de Patmos en el domingo. La expresión «en el día del Señor» es una alusión clara a la «cena del Señor», es decir, a la Eucaristía. Esta impresión se confirma con la lectura del informe que Plinio envía al Emperador Trajano unos años después, dándole cuenta de que los cristianos de Bitinia se reúnen el domingo para cantar cantos a Cristo (Ep. X, 96,7). A ello hay que añadir que, según parece, el domingo fue la única celebración cristiana hasta bien entrado el siglo II y, dentro de él, la celebración de la Eucaristía. La misma celebración de la Pascual anual se inscribe en la misma línea, dado que su más primitiva celebración consistió en la celebración de la Eucaristía. Sólo en un segundo momento se le añadieron la liturgia de la Palabra y la liturgia bautismal; el lucernario es muy posterior.

2. La descripción de san Justino. San Justino nos ha dejado un relato muy completo sobre la celebración de la Eucaristía dominical en la comunidad de la Iglesia de Roma; la cual no debía ser muy diferente de la que celebraban las demás comunidades, que el santo conocía por su origen oriental y sus viajes hacia la capital del Imperio. Según él, semana tras semana, la comunidad se reunía en un determinado lugar –de ordinario la casa de un cristiano- y allí participaba en la Eucaristía que presidía el obispo. Esta Eucaristía llevaba consigo la proclamación de la Palabra de Dios de ambos Testamentos, la homilía del que presidía, la preparación de los dones-consagración-comunión por los presentes y los ausentes, y la colecta para subvenir a las necesidades asistenciales de la comunidad y de los transeúntes (Ap I, 67; cf. Ap I, 65). Aunque el domingo era un día de trabajo y no era preceptiva la participación en la Eucaristía, los cristianos se sentían impelidos a tomar parte en ella antes de ir al trabajo –«antes del amanecer»- para encontrarse con los hermanos y con el Resucitado. La comunidad cristiana encontraba en esta participación la fuerza para dar aquel testimonio de coherencia, unidad y santidad que tanto llamaron la atención de los paganos; un testimonio que se llegaba hasta la propia familia, el trabajo y las diversas situaciones de la vida, a pesar de las incomprensiones y persecuciones, incluso de tipo martirial.

3. La misa dominical durante el medievo y el periodo de la contrarreforma. Este estado de cosas se mantuvo sustancialmente invariable durante los tres primeros siglos. Sin embargo, la entrada en la Iglesia de masas no suficientemente evangelizadas y convertidas, dio lugar a una inflexión respecto a la presencia y participación, que se fue ahondando con el paso de los siglos.

Eso explica que los Pastores se viesen obligados a urgir moralmente la misa dominical; primero en términos más pastorales y luego más disciplinares. Así se  fueron sentando las bases doctrinales para la legislación canónica posterior, que imponía bajo pecado grave la participación en la misa del domingo.

Por otra parte, las leyes civiles comienzan a prohibir ciertos trabajos, especialmente los de los siervos y los Padres tratan de justificar teológicamente el descanso, en cuanto favorece la participación en el culto y contribuye a incrementar el sentido festivo y alegre del domingo, así como el equilibrio físico y psíquico de la persona.

Esta situación se consolida a lo largo de la Edad Media, pero con una creciente tendencia a una mera presencia en la Eucaristía sin apenas participar en ella. De hecho, no pasa mucho tiempo en que los Pastores insten a comulgar al menos tres veces al año: Navidad, Pascua y Pentecostés. La respuesta de los fieles no fue satisfactoria, pues el cuarto concilio de Letrán (a.1215) se vio urgido a legislar bajo pecado grave la obligatoriedad de la comunión pascual para los que habían alcanzado la edad de la discreción.

Por otra parte, la pervivencia del latín y la no inclusión de las lenguas romances del pueblo en la liturgia, así como la complicación de los ritos, la clericalización de la liturgia, la decadencia de la predicación homilética y otros factores se aliaron para dar como resultado final que el pueblo se apartase cada más de la comunión eucarística del domingo y que su presencia en la misa estuviese mucho más próxima al «estar en» que al «participar en» la Eucaristía. Al final de la Edad Media el mismo domingo ya no era considerado como el día por antonomasia en el que el Resucitado convocaba a su comunidad a la doble mesa de la Palabra y del Pan, sino que era visto como un día más o menos devocional, que cedía a otras celebraciones. En este contexto fue posible también que la misa votiva de la Santísima Trinidad suplantase con harta frecuencia a la misa dominical.

4. Los postulados del Vaticano II. Hubo algunos intentos de reforma e incluso alguna reforma, como la de san Pío X, que recuperó el domingo como día primordial cristiano y la misa comunitaria como el momento álgido de su celebración. Pero continuó en buena medida la situación heredada, puesto que el Vaticano II tuvo que insistir en que la misa de los domingos no podía seguir siendo para los fieles los fieles una realidad en la que ellos estaban extraños y mudos espectadores, sino como algo que reclamaba su participación consciente, piadosa y activa (cf. SC 48). No dejan de halagar a cualquier oído escuchar de un concilio ecuménico estas palabras: «La iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la Resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón ‘el día del Señor’ o domingo. En este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la Pasión, la Resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la Resurrección de Jesucristo d entre los muertos (1 P 1,3). Por eso, el domingo es la fiesta primordial [...] No se le antepongan otras solemnidades, a no ser que sean sumamente importantes, puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico» (SC106). Con ello, el Vaticano II remitía a la Iglesia a sus fuentes y sentaba las bases teológico-litúrgicas para la recuperación de la misa dominical.

Entre las bases más firmes para esta recuperación están la inclusión de la lengua vernácula –requisito previo para una participación consciente del pueblo-; una más abundante y selecta presencia de la Sagrada Escritura, de modo que los fieles tengan acceso en pocos años a las partes más importantes de ambos Testamentos; la obligatoriedad de la homilía; la recuperación de la oración de los fieles; la comunión sacramental dentro de la misa como la forma más perfecta de participar en la Eucaristía; el fomento de la formación catequético-litúrgica de los pastores y de los fieles; y la afirmación categórica de que sin Eucaristía no hay domingo. 

5. La misa dominical en un contexto de nueva evangelización. Estas orientaciones encontraron eco en los documentos magisteriales de la Sede Apostólica y de los diversos Episcopados del mundo, entre ellos, el español. Entre los múltiples textos del Magisterio anteriores a Juan Pablo II hay que destacar la instrucción Eucharisticum Mysterium [25.5.1967: AAS 59 (1967) 539-573], cuya enseñanza puede sintetizarse en los puntos siguientes: 1º. La Misa dominical es la que mejor manifiesta que la celebración de la Eucaristía anuncia siempre la muerte y la resurrección del Señor, en la esperanza de su gloriosa venida (n. 25); 2º. La formación cristiana debe inculcar a los fieles, ya desde el principio, que la Eucaristía del domingo es el núcleo de ese día (n.25); 3º El sentido de la comunidad eclesial se nutre y expresa de un modo especial en la  celebración comunitaria de la misa dominical, tanto en la torno al obispo –sobre todo en la catedral-, como en la asamblea parroquial,-cuyo pastor hace las veces del obispo (n. 26); 4º. Es preciso coordinar adecuadamente con la parroquia las celebraciones de la Eucaristía que tienen lugar los domingos en las diversas iglesias y oratorios, de manera que no se multipliquen indebidamente o dificulten la acción pastoral. 5º. La misa parroquial del domingo ha de ser potenciada. Por ello, conviene que participen en ella las pequeñas comunidades de religiosos no clericales y otras del mismo tipo, sobre todo si desarrollan su actividad en el ámbito de la parroquia (n. 26); de modo que las misas con grupos particulares se celebren, dentro de lo posible, los días laborables» (n. 27).

Sin embargo, ha sido Juan Pablo II quien ha situado la misa dominical en el contexto de la nueva evangelización y ha puesto de relieve su absoluta importancia en la reconstrucción del nuevo tejido eclesial y en la revitalización de las comunidades parroquiales. El documento más emblemático es la carta Dies Domini (31.V.1998); aunque son los documentos publicados con motivo del Jubileo del año dos mil los que mejor aclaran la relación entre Eucaristía dominical y nueva evangelización.

La Dies Domini subraya que en la Eucaristía dominical los cristianos de hoy reviven, de manera particularmente intensa, la experiencia que tuvieron los Apóstoles cuando el Resucitado se les manifestó (n.33) y la comunidad cristiana actual encuentra su lugar privilegiado de unidad (n.36), se abre a la comunión con la Iglesia universal (n.34) y se proyecta a la misión (n.45), de modo que quienes «cada domingo son convocados para vivir y confesar la presencia del Resucitado, están llamados a ser evangelizadores y testigos en su vida cotidiana» (n.45).

Sin embargo, es en la carta Novo Millennio ineunte donde aparece con especial fuerza y solemnidad la importancia evangelizadora que conlleva la Eucaristía dominical. «No sabemos –dice Juan Pablo II- qué acontecimientos nos reservará el milenio que está comenzando, pero tenemos la certeza de que éste permanecerá firmemente en las manos de Cristo y precisamente celebrando su Pascua, no sólo una vez al año sino cada domingo, la Iglesia seguirá indicando a cada generación “lo que constituye el eje central de la historia, con el cual se relacionan el misterio del principio y del destino final del mundo” (DD 2)» (NMI 35). La Pascual semanal, es decir, la Eucaristía dominical se convierte así en el eje de toda actividad parroquial y en el centro propulsor de toda la evangelización y pone de manifiesto que la Eucaristía es la fuente y cumbre de toda evangelización» (PO 5). Consecuentemente es el centro del ministerio del obispo (Pastores gregis 36) y del presbítero y no exsite ninguna actividad parroquial es tan vital e importante para la comunidad parroquial (JUAN PABLO II, Discurso a los obispos de EEUU, 17.3.1998; cf. PO 5). El reto de testimoniar en condiciones de soledad y dificultad, plantea a la nueva evangelización la necesidad de subrayar los aspectos específicos de la identidad cristiana, «uno de los cuales es la participación eucarística de cada domingo» (NMI 36).

Por otra parte, la Eucaristía dominical, reuniendo semanalmente a los cristianos como familia entorno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida, se convierte en el antídoto natural frente a la dispersión y desempeña el papel de sacramento de unidad.

La Eucaristía dominical se convierte así en el momento estelar del ministerio de todo pastor de almas. De ahí la necesidad imperiosa de preparar hasta el mínimo detalle, primando la proclamación de la Palabra, la homilía y la Plegaria eucarística. Tiene también mucha importancia la correcta selección y ejecución de los cantos, y el entorno y ritmo celebrativos, que han de estar cargados de unción y sacralidad.       

6. Obligatoriedad de la misa dominical. Para los cristianos de los primeros siglos, dejar de participar en la celebración eucarística del domingo era un contrasentido; más aún, la ausencia injustificada y habitual equivalía a romper la comunión con la Iglesia, a autoexcomulgarse. Eso explica que durante al principio no se considerase necesario prescribirla, aunque los Pastores no dejaban de recordar a sus fieles la necesidad de participar en la asamblea litúrgica (Didascalia II, 59, 2-3).

 Ahora bien, como la pereza espiritual es inherente a la naturaleza humana, es lógico que hubiera cristianos tibios e indolentes desde los orígenes. Esta indolencia se acrecentó no poco después de la paz constantiniana, debido a la menor exigencia para ser acogido en la Iglesia y a las conversiones menos profundas, fruto de su masificación; aunque tal estado de cosas se había iniciado, cuando menos, desde mediados del siglo tercero, a juzgar por el modo con el que la Didascalia de los Apóstoles (ca. 240) urge la misa: «¿Qué excusa presentará a Dios quien, anteponiendo sus intereses particulares, no acude el domingo a nutrirse de la Palabra que salva y del alimento divino que permanece» (Didascalia, 2,59, 3); o el concilio de Elvira (ca. 305) sanciona moralmente a los que se ausentan de ella: «Si alguno, encontrándose en la ciudad, deja de acudir a la Iglesia durante tres domingos, sea privado durante algún tiempo de la comunión para que se vea que ha de enmendarse» (c. 21). Las homilías de los Padres del siglo IV se lamentan frecuentemente de la indolencia de muchos cristianos que dejan la misa dominical por dedicarse a los negocios, o acudir al circo y al teatro, a la vez que insisten en el peligro de condenación al que se expone el que falta voluntaria y reiteradamente. Poco a poco se afianza la idea de la obligación moral de participar en la Misa dominical, y no tarda en concluirse que esta obligación es grave. A principios del siglo VI, el concilio de Agde (a.506) promulgó la primera ley sobre la obligación grave de participar en la Eucaristía del domingo. A él se uniría el de Orleáns (a.511), los cuales, junto con los Statuta Ecclesiae Antiqua, se convertirían en la base jurídica de la disciplina posterior hasta nuestros días.

La llamada de los Pastores encontró una adhesión desigual según épocas y situaciones. A veces, la respuesta ha supuesto un acto de verdadero heroísmo tanto por parte de los sacerdotes como de los fieles; pues han debido desafiar la restricción o anulación de la libertad religiosa tanto en los primeros siglos como en al época moderna. El testimonio de los mártires de Abitinia a sus acusadores no puede ser más conmovedor: «Hemos celebrado la Cena del Señor, porque no se puede aplazar; es nuestra ley. Nosotros no podemos vivir sin la Cena del Señor». Uno de ellos confesó: «Sí, he ido a la asamblea y he celebrado la Cena del Señor con mis hermanos, porque soy cristiana» (PL 8, 707. 709-710). En nuestros muchos cristianos de la URSS, China o África han repetido el mismo testimonio, con el lenguaje de los hechos.

De todas formas, a medida que iba avanzando la secularización de la sociedad y los países tradicionalmente cristianos se alejaban de la Iglesia y de Dios, fue decreciendo la participación en la Eucaristía dominical. Dado que la Eucaristía es el verdadero centro del domingo y que éste no es posible sin celebración eucarística, los Pastores se han sentido impelidos a urgir el precepto dominical. El Código de Derecho Canónico de 1917 fue el primer documento que sancionó la tradición como ley universal (c.1247.1). El Código actual de 1983 la ha confirmado, al decir que «el domingo y demás días festivos los fieles tienen la obligación de participar en la Misa» (c. 1247). «Esta ley se ha entendido normalmente como una obligación grave» (DD 47). Así lo dice expresamente el Catecismo de la Iglesia Católica: «

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