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LITURGIA DEL VATICANO II

Dominto 32 del Tiempo Ordinario (6.XI.2017) - Ciclo C

¿TODO TERMINA CON LA MUERTE?

“Dios es Dios de vivos”

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Actualmente son muchos los que piensan que no hay más vida que la vida en la tierra. Y que, cuando morimos, nos convertimos en nada. En tiempos de Jesús encarnaban esta mentalidad los saduceos. Ellos admitían la existencia de Dios y creían también que Dios había creado al mundo y a los hombres y había dado unos mandamientos por medio de Moisés. Pero negaban que, después de la muerte, los muertos volviesen a la vida, es decir, resucitasen. Un día, un grupo de ellos se acercó a Jesús para ponerle en aprietos, visto que había salido airoso en sus disputas con los fariseos, respecto a los que se sentían superiores. Y lo hicieron con un argumento tan alambicado como absurdo. Como la Ley de Moisés mandaba que, si uno moría sin descendencia, el hermano se casase con la viuda, plantean este aparente callejón sin salida. En una familia había siete hermanos. Todos se fueron casando con la misma viuda, porque todos morían sin descendencia. Cuando tenga lugar la resurrección de los muertos, ¿de cuál de ellos será mujer? porque todos estuvieron casados con ella. Lo que a ellos les parecía una dificultad insoluble lo resolvió Jesús con la misma facilidad que un azucarillo se disuelve en una taza de café. “No entendéis nada, les dice. Después de la resurrección los hombres y las mujeres no se casarán, pues serán como ángeles”. Sin embargo, habrá resurrección, “porque Dios no es Dios de muertos sino de vivos”. Ninguna verdad cristiana debería ser tan consoladora para nosotros como el dogma de la resurrección de nuestra carne, de nuestro ser corporal. Porque él nos asegura que la vida –como reza el prefacio de la misa de difuntos- “no termina, se trasforma”. Como el grano de trigo que se siembra y germina: no se destruye sino que se trasforma y donde había un grano surge un puñado de espigas. Sí. La “muerte no es el final del camino”. “La nada” no es el destino de los hombres. Nuestro destino es vivir. Vivir para siempre. De una forma completamente nueva, pero real. Tan real como la resurrección de Jesucristo, de la que es participación. Esta es nuestra fe. ¡¡Maravillosa y consoladora fe!!    

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