Blogia
LITURGIA DEL VATICANO II

DOMINGO 4 DE ADVIENTO - CICLO B. Proyecto de homilía

MARÍA, EL ESPÍRITU SANTO Y LA EUCARISTÍA

 

1. María, en el centro de la liturgia y de nuestra vida. María es el personaje central de este cuarto domingo de adviento; pues de Ella hablan la oración colecta, la oración sobre las ofrendas, el evangelio y el aleluya. De modo implícito,  la primera y segunda lectura, que son una profecía (la 1ª) y una revelación (la 2ª) del gran misterio escondido en Dios y revelado ahora en el Hijo que nace «de una mujer».

Este domingo es, pues, una piedra más que se coloca en el gran edificio mariano que se ha ido construyendo a lo largo de todo el Adviento actual. Con ello, la liturgia pone de relieve que María ocupa un papel excepcional en la historia de la salvación y, por ello, en el misterio de Cristo. Tan excepcional, que el Credo se ve obligado a hacer esta confesión: «Que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación..., se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre». Dios se ha hecho hombre gracias a la cooperación total, espiritual y corporal, de María. Ella le ha aportado lo que aportan todas las madres a sus hijos: su seno para acogerle, albergarle, alimentarle darle a luz llegado el momento y continuar durante muchos años, dedicada totalmente al cuidado del hijo de sus entrañas.

Realmente no es una exageración afirmar que María es paso obligado para ir a Dios, porque ha sido el mismo Dios quien ha establecido este itinerario. Si ya en el orden humano decimos que «donde no cabe la madre no tiene cabida el hijo», en el orden de la gracia, la Madre del Redentor está indisolublemente unida al Redentor y a su obra. Por eso, el amor tierno a María es imprescindible en la vida cristiana. Ahora que nos preparamos con más intensidad a la celebración de la Navidad, vayamos de la mano de María. Si nos pegamos a su corazón, escucharemos cuáles son los sentimientos que –a cuatro días del parto- hay en su corazón de madre, por primera y única vez.

 

2. María, madre virginal de Dios. El mensaje que el ángel trasmitió a María no pudo ser más explícito: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará en la casa de Jacob y su reino no tendrá fin». Se oye el eco de las grandes profecías y, en particular, de la profecía de Natán (1ª lectura): «Cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas...Tu casa y tu reino durarán para siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre». Se revelaba así el «misterio mantenido en secreto durante siglos» (2ª lectura). María acogió con total disponibilidad la vocación a la que Dios la destinaba, sin poner pegas o trabas. Porque sus palabras: «¿Cómo será esto, pues yo no conozco varón?», no son una resistencia, sino la manifestación de su prontitud: «Dime que tengo que hacer para realizarlo, porque yo no sé cómo, pues tengo consagrada a Dios mi virginidad» El ángel se lo manifestó en forma misteriosa pero clara: «El Espíritu Santo vendrá sobre Ti y te cubrirá con su sombra». María no necesitó más aclaraciones, y añadió: «Que se haga lo que Dios desea, porque yo soy su esclava». Y se realizó el más grande de los prodigios que han presenciado los siglos: «El Verbo se hizo hombre», Dios irrumpió en la historia de los hombres, Dios se hizo hombre para divinizar al hombre.

Esta maternidad divina es el fundamento de la grandeza de María. Precisamente, porque iba a ser la Madre de Dios, fue concebida Inmaculada; y porque lo fue, de hecho, fue asunta al Cielo y allí intercede por nosotros. Por eso, ninguna oración más hermosa ni más gloriosa para la Virgen que la que tantas veces repetimos, especialmente en el Santo Rosario: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros»   ¡Qué confianza y qué consuelo para nosotros poder repetirla una y mil veces!           

3. Navidad y pascua. Navidad no es sólo ni principalmente ese misterio que nos presentan los belenes y los árboles que estos días colocamos en casa, en las iglesias y en ciertos lugares públicos o privados. Un villancico de nuestra tierra lo expresa con tanta ingenuidad como verdad: «Vino a la tierra para padecer». Dios se hizo hombre para salvar al hombre. Jesús es el Emmanuel, Dios con nosotros y por nosotros. Navidad es el comienzo de nuestra salvación. Este Niño será un día «Cordero que quita el pecado del mundo» derramando su Preciosísima Sangre «por nosotros y por todos los hombres para el perdón de nuestros pecados». La colecta no lo puede decir con mayor claridad:  «Derrama, Señor, tu gracia, sobre nosotros, que hemos conocido por el anuncio del ángel la encarnación de tu Hijo, para que lleguemos, por su pasión y su cruz, a la gloria de la resurrección». Jesús nace, para morir; muere, para resucitar; resucita, para consumar su sacrificio pascual, con el cual lleva a cabo el  designio salvífico que el Padre le ha encargado realizar: la salvación de todos los hombres. Pesebre y cruz, nacimiento y muerte, humillación y exaltación. ¡Este es el itinerario de Dios!   

 

4. María, la Eucaristía y el Espíritu Santo: un trinomio inseparable. La oración sobre las ofrendas aporta la última joya de este domingo:  el papel esencial que el Espíritu Santo juega en la Eucaristía. Es por la fuerza del Espíritu Santo como el pan y el vino se convierten sacramentalmente en el Cuerpo entregado y en la Sangre derramada; Cuerpo y Sangre que formó en el seno de la Virgen María. Si  la Eucaristía es la prolongación sacramental de la Encarnación y si la Encarnación fue obra del Espíritu Santo, la «encarnación» sacramental –la Eucaristía-, no puede ser más que obra suya. Esta teología la expresa, con enorme sobriedad y belleza, la oración sobre las ofrendas: «El mismo Espíritu, que cubrió con su sombra y fecundó con su poder las entrañas de María, la Virgen Madre, santifique, Señor, estos dones que hemos colocado sobre tu altar».

 

5. Esto es lo que le pedimos ahora, al terminar nuestra homilía. Enseguida completaremos esta petición, cuando, en la Plegaria Eucarística, supliquemos al mismo Espíritu que «congregue en la unidad» a cuantos comulguemos el Cuerpo que Él nos ha preparado. De este modo, podremos abrirnos al proyecto que Dios tiene sobre nosotros, con la misma docilidad que la Santísima Virgen. Y Dios podrá hacer «obras grandes» por medio de nosotros, aunque nosotros seamos tan poca cosa.         

0 comentarios