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LITURGIA DEL VATICANO II

NATIVIDAD DEL SEÑOR - 25. XII. Proyecto de homilía

FILICIACIÓN DIVINA Y FRATERNIDAD HUMANA Y CRISTIANA

 


 

 

1. (Dios se hace hombre: este es el misterio de la Navidad). «Hoy ha amanecido un día sagrado, hoy una gran luz ha bajado a la tierra», canta con alborozo el Aleluya. Es un «día sagrado», porque «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva a hombros el imperio, y tendrá por nombre ‘Ángel del Gran Consuelo’» (antífona de entrada). Ese Niño tiene la apariencia de todos los niños: débil, indefenso, necesitado de todo. Pero es Dios e Hijo de Dios. Nos lo dice con toda claridad san Juan en el evangelio: «En el principio existía el Verbo y el Verbo era Dios...Y el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros». Dios se ha hecho verdadero hombre. Dios ha entrado de lleno en la historia de los hombres, para compartir en todo nuestra condición humana, salvo en el pecado. Dios –que había hablado a nuestros Padres de muchas maneras-, «ahora, en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo» (segunda lectura) y lo ha hecho con el gran acontecimiento de la humanización de este Hijo. Su venida a la tierra trae la salvación que, según apunta la primera lectura, llegará a todos los confines de la tierra. ¿Qué cosa más lógica que romper a cantar henchidos de gozo y gratitud, puesto que «los confines de la tierra ha contemplado la victoria de nuestro Dios»? (salmo responsorial)

 

2. (Dios se hace hombre, para comunicarnos su vida divina)  En Jesucristo se ha hecho hombre el Hijo de Dios para hacernos partícipes de su vida divina. Lo proclaman con fuerza el evangelio y las oraciones. El evangelio no puede decirlo con más fuerza y claridad: «(El Verbo) vino a su casa y los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron les da poder para ser hijos de Dios. Éstos no han nacido de sangre ni de amor humano sino de Dios». La encarnación y nacimiento del Hijo de Dios nos da la posibilidad de llegar a ser hijos de Dios en él y por él, si le acogemos por la fe y recibimos el Bautismo.

Darnos la posibilidad de ser «hijos en el Hijo»: estE es el objetivo último de la humanización del Verbo de Dios. Ciertamente, no hijos en el sentido del Hijo, porque el hombre no puede convertirse en Dios. Pero tampoco meros hijos adoptivos, mediante un título externo (como ocurre en la adopción humana: que es «cosa de papeles», aunque genere derechos y obligaciones paterno-filiales). Nosotros nos hacemos verdaderos hijos de Dios, porque participamos de su misma naturaleza divina. Ningún teólogo se habría atrevido a afirmarlo; pero san Pedro lo dice expresamente en una de sus cartas: «consortes –participantes- de la naturaleza divina». Nadie podrá arrancarnos este título; ni siquiera nuestros pecados, por muchos y graves que sean: aunque podemos ser  pródigos, nunca dejaremos de ser hijos de Dios.

La filiación divina es el gran regalo de Dios en Navidad. Recibirla, si todavía no estamos bautizados; o revivirla y reactualizarla, si hemos recibido el Bautismo, pero llevamos una vida tibia o pecaminosa: he aquí la gran tarea de esta Navidad. Nada hay comparable con ser hijos de Dios. San Pablo no se cansaba de repetírselo a todas las comunidades que fundó: «ya no hay hombre o mujer, esclavo o libre, judío o gentil» (estas eran todas las categorías posibles), porque todos somos «una sola cosa en Cristo». Ese «una cosa», era que todos somos hijos de Dios por el Bautismo.

 

3. (Si hijos, hermanos) Esta filiación fundamenta y exige la fraternidad entre los hombres. Si todos somos del mismo Padre, todos somos hermanos. Y, si todos somos hermanos, todos hemos de tratarnos como hermanos. Ricos o pobres, muy inteligentes o menos, de un estatus social alto o bajo ... son cosas de poca importancia; lo verdaderamente importante es que todos somos hijos de Dios, todos formamos una misma familia, todos estamos destinados a la misma gloria, todos llamamos Padre a Dios.

Este «título de grandeza» lo ignoran muchísimos cristianos. Por eso, tienen miedo a Dios, se alejan de él, le ofenden continuamente, piensan que Dios les castiga cuando las cosas no les salen bien o que Dios no les quiere. Es un gravísimo error, porque sólo el amor mueve al amor. El día en que descubramos que Dios es nuestro Padre, dejaremos de blasfemar, nos acercaremos al sacramento de la Penitencia para pedir su perdón, no nos preocuparemos por el futuro, no nos agobiarán los problemas, iremos por la vida sin miedo a nada ni a nadie, y nos apoyaremos en Dios a la hora de emprender cualquier proyecto.

 

4. María, Madre del Verbo Encarnado. Dios ha «necesitado» a una mujer: la Virgen María, para hacer su entrada en este mundo. El Verbo recibió su Humanidad del Espíritu Santo y de la Virgen María. María ocupa un lugar central en el misterio de la salvación: ella está indisolublemente unida al misterio de Cristo y a su obra salvadora, cuyos comienzos celebramos hoy. Dentro de poco, el mismo Espíritu convertirá el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre del Verbo Encarnado y nacido en Belén. Si luego nos acercamos a comulgar, en las debidas disposiciones, será nuestro propio corazón el que se convierta en Belén.                

1 comentario

Alberto Portolés -

don José Antonio, acabo de entrar en su proyecto: me parece una maravilla y muy de agradecer. SIGA. Muchas felicidades