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LITURGIA DEL VATICANO II

SEGUNDO DOMINGO DE NAVIDAD (4 de enero) - Ciclo B. Proyecto de homilía

UN DOMINGO DE TRANSICIÓN

 

El segundo domingo de Navidad hace de lazo de unión entre la solemnidad del Nacimiento de Cristo y la Epifanía, que celebraremos pasado mañana. Eso explica que varios textos sean los mismos del día de Navidad y que se vislumbre ya la luz que reportará la manifestación de Cristo.

 

1. En Cristo, Dios salva a todos los hombres. La liturgia de hoy nos hacer escuchar el mismo Evangelio de la Misa del día de Navidad: el Prólogo del evangelio de san Juan. Es una manifestación más de la sabia pedagogía de la Iglesia, que siente la necesidad de dedicar los domingos que siguen a Navidad y a Pascua a profundizar en el misterio celebrado; consciente de que es tan gran grande que no se puede comprender de una sola vez. Al proclamar hoy el Prólogo de san Juan deberíamos tener muy en cuenta lo que de él decía san Agustín: «Debería estar escrito en letras de oro en todas las iglesias y colocado en el lugar más eminente».

San Juan se remonta en este Prólogo al origen último de la Persona de Jesucristo. El verdadero y último principio de Jesús  está «en el Padre» y antes de que existiese el tiempo: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo era junto al Padre y el Verbo era Dios».

Con todo, la liturgia de hoy se preocupa menos de explorar el origen del Verbo que de celebrar su presencia entre nosotros. A lo largo del Antiguo Testamento, Dios se había servido de mediadores para comunicarse con los hombres: Moisés, Abrahán, los profetas...Con Jesucristo, esta comunicación es inmediata, no nos habla mediante una persona interpuesta sino que él mismo en persona nos habla.

En Jesucristo, Dios y el hombre se han unido personalmente, hasta constituir una sola Persona, que es la Persona divina de Cristo. Esta es la roca sobre la que descansa nuestra salvación, lo que da un valor universal e irrompible a la redención que ha obrado Jesucristo. Desde el momento de esta unión (que los teólogos llaman hipostática) ya no puede interrumpirse el diálogo entre Dios y el hombre, porque ese diálogo tiene lugar en la misma Persona de Cristo; y así como  nadie puede separar en Cristo el Verbo de la carne, igualmente, nadie podrá separar a Dios del hombre.

 

2. El plan eterno de Dios se revela (2ª lectura). La encarnación del Verbo lleva a cumplimiento, por tanto, el plan que Dios había concebido desde toda la eternidad. Esto es lo que desvela la segunda lectura. Hemos sigo elegidos antes de la creación del mundo para ser santos e irreprochables en su presencia; y estamos predestinados de antemano a ser hijos de Dios en Jesucristo. Descubrimos así cómo el misterio de la Encarnación nos hace entrar en la Trinidad. Desde toda la eternidad, el Padre nos ama, no se desanima a pesar de nuestras infidelidades y nos envía a su Hijo. Este Hijo muere por nosotros y nos rescata. El Espíritu Santo traza en nosotros la imagen del Hijo, de modo que, cuando el Padre nos mira, ve en nosotros a su propio Hijo ¡Cómo no a va explotar san Pablo en un sentimiento de admiración y de inmensa gratitud! Es lógico también que pida que el Espíritu abra nuestros corazones y que podamos entender la esperanza que nos da la llamada del Padre y el valor inapreciable de la herencia en la que, junto con todos los fieles, participamos.

 

3. De la Eucaristía a la vida. La Eucaristía que estamos celebrando nos ayuda a vivir como hijos en el Hijo. No es algo que dure un momento o una temporada: se extiende a toda la vida. La gran tarea de toda nuestra vida es reconocer que Dios es nuestro Padre, que nosotros somos verdaderos hijos suyos y esforzarnos para vivirla con esta coherencia. En la Eucaristía recibimos el Verbo que se hizo «Carne» y ahora se hace «pan» para ser nuestra comida. Desde la mesa eucarística, partiremos –con la fuerza de esa Carne, a la vida, con el deseo de ser durante la semana un poco mejores hijos de Dios.      

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