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LITURGIA DEL VATICANO II

DOMINGO 6 DEL TIEMPO ORDINARIO (15.II) - CICLO B (Proyecto de homilía)

EL MUNDO, UNA INMENSA LEPROSERÍA A LA QUE JESÚS QUIERE CURAR

 


 

 1. El leproso, un excluido religioso y social. La primera lectura y el evangelio tienen delante un enfermo de lepra, aunque lo consideran desde distinto ángulo: la primera describe cuál era su situación social y religiosa; el evangelio muestra la curación de un leproso por Jesús.

 

La lepra –enfermedad contagiosa y casi incurable en aquel momento- llevaba consigo la impureza ritual. Esta impureza comportaba no sólo la prohibición de participar en la vida cultual, sino incluso compartir la vida ordinaria de la comunidad. Por eso, prohibía entrar en el templo, asistir a las fiestas y participar en los banquetes sagrados; más aún, prohibía la vida en el seno de la comunidad, y obligaba a vivir fuera del campamento y, si alguien se acercaba de modo imprevisto, gritar ¡«inmundo, inmundo!», para que se alejara y no contrajera la lepra y quedase contaminado. Si alguno tocaba al leproso, quedaba el mismo contagiado de la impureza legal, hecho un impuro. 

El leproso era, pues, un excluido religioso y social; un muerto en vida; alguien que no existía ni para su familia ni para sus conciudadanos ni siquiera para Dios. Vivía físicamente; pero estaba muerto existencialmente. Nadie como el leproso veía alterada su vida.

La lepra era signo del pecado: Dios hiere con la lepra a los egipcios (Ex 9, 9ss), a María y Ocias, y amenaza a Israel con la misma plaga (Dt 28, 27-35). El Siervo de Yahvé, inocente en sí mismo, presenta el aspecto de un leproso, al ser portador de los pecados de los hombres, los cuales serán curados gracias a sus heridas (Is 53, 3-12).

La curación de la lepra, muy difícil, reintegraba al leproso a la vida familiar, social y religiosa. Además de la salud, recuperaba la comunión con los hombres.

 

2. Jesús se sitúa por encima de la Ley y respetuoso con ella. Un hombre, afectado por esta enfermedad y sus consecuencias, se dirige a Jesús y le dice con sencillez y  confianza ilimitada en su poder: «Si quieres, puedes limpiarme». No obstante, deja que sea Jesús quién decida lo que ha de hacer. Insólito y sorprendente es el modo de proceder de este leproso, pues no sólo no grita «impuro, impuro» y se aleja, sino que viene hasta Jesús, se postra de rodillas delante de él y le muestra su deseo de ser curado.

Insólita y sorprendente es también la actitud de Jesús: no le rechaza, no le recrimina que haya tenido la osadía de presentarse ante él, no se marcha para no quedar contaminado. Al contrario, tiene compasión de él, participa en su corazón de su miseria, se conmueve interiormente, le toca –él, precisamente, toca al impuro e intocable- y le habla. Jesús se dirige a este hombre marginado, aislado y le dice: «Quiero, queda limpio». Al curarle, le purifica y devuelve a la comunión con Dios y con los hombres. ¡Jesús es más que la Ley, está por encima de ella!

Pero también es respetuoso con ella. Quiere demostrar que no desprecia la Ley y, al mismo tiempo, conseguir que el leproso sea reconocido puro y que, desde el punto de vista religioso y social, vuelva a ser un hombre en plenitud de derechos. Por eso, le manda presentarse al sacerdote para que deje constancia oficial de lo ocurrido.

A la vez, Jesús le da un mandato: que no se lo comunique a nadie. Pero el leproso, como es lógico, no se puede callar y proclama a los cuatro vientos que ha sido curado milagrosamente por Jesús. Se convierte en «misionero», en anunciador de Jesús. Lo cual provoca lo que Jesús temía: que sea reconocido y proclamado por todos como el que puede curar todas las enfermedades.

¡Qué bondad, qué misericordia, qué amor hacia los enfermos y marginados, qué poder puesto al servicio de los demás demuestra Jesús! ¡Qué confianza, qué gratitud muestra el leproso hacia Jesús! Ambos pueden y deben ser imitados.

 

3. Todos somos leprosos. Los Padres han comparado con frecuencia la lepra con el pecado: por su gravedad, por sus consecuencias, por su facilidad de contagio, por la dificultad de su curación.

Efectivamente, hay pecados que excluyen del todo de la comunidad eclesial (la apostasía); otros excluyen de la comunión eclesial plena (herejía y apostasía); todos los pecados graves excluyen de la comunión eucarística (de modo que es preciso confesarse previamente para poder recibirla); todos, incluso los veniales, debilitan la comunión eclesial, porque enfrían la caridad, que es el vínculo de esa comunión.

Muchos pecados –de hecho- rompen o debilitan la comunión familiar: el divorcio, el flirteo con otras personas, los malos tratos, la violencia física o verbal, la ruptura con los padres y/o hermanos. Otros, rompen o debilitan la comunión social: guerras, terrorismo, enfrentamientos de odio y malquerencia, lucha de clases, etc.

Con frecuencia, estas rupturas se agravan con el paso de las generaciones y la generalización de las situaciones; dando lugar así a los «pecados sociales»

 

Todos los hombres y mujeres somos unos leprosos del alma: ¡todos somos pecadores! El mundo es una inmensa leprosería. Adán le ha trasmitido la lepra del pecado original. El Bautismo nos ha curado de ella, pero las cicatrices se reabren por menos de nada y cometemos fácilmente pecados personales, de los cuales somos cada uno responsables. Si fuera posible que nos hicieran una resonancia espiritual, nos llevaríamos las manos a la cabeza, viendo la situación de nuestra vida; y descubriríamos dónde está la causa verdadera de sentirnos mal con nosotros mismos, con nuestra familia, con los compañeros de trabajo.

 

4. Jesús sigue curando. Pero nuestra situación no es más desesperada que la del leproso, con tal que estemos dispuestos a recorrer su mismo camino. ¿Qué hizo el leproso para ser curado? Reconoció la gravedad de su situación; quiso salir de ella; fue al que podía librarle; se lo pidió con toda confianza y humildad; y obtuvo la curación. Luego, fue agradecido y se puso a proclamar lo que Jesús había hecho con él.

Reconozcamos nuestros pecados; vayamos al sacerdote para que nos los perdone («cuando el sacerdote perdona, es Cristo quien perdona», dice san Agustín), pidamos humildemente perdón y ...Jesús se compadecerá de nosotros. ¡Cómo cambiarían nuestras relaciones familiares, profesionales y sociales si nos confesáramos más y mejor!

 

La comunión sacramental –hecha con las debidas disposiciones de alma y cuerpo- nos da la posibilidad de encontrarnos con el mismo Jesucristo, médico de los cuerpos y de las almas. Si hoy podemos comulgar, digámosle con la misma confianza del leproso: «Jesús, si quieres puedes curarme ... de esto, y de esto y de aquello». Y el, que es tan rebueno, te curará.  

 

          

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