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LITURGIA DEL VATICANO II

Domingo 32 del Tiempo Ordinario (10.XI.2013) - Ciclo C

¿TERMINA TODO CON LA MUERTE?

“Dios es Dios de vivos”

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Muchos responden “sí”. No hay más vida que la de este mundo. Aquí nacemos, nos casamos, trabajamos, comemos, descansamos, sufrimos y morimos. Una paletada de cemento o de tierra certifica para siempre que hemos pasado a la nada. En tiempos de Jesús eran los saduceos los que mantenían esta opinión. Creían que Dios había creado al mundo y a los hombres y que había dado la Ley al pueblo de Israel por medio de Moisés para que pudiera vivir en este mundo de una forma ordenada. Pero por encima del mundo actual y de la vida en este mundo Dios no puede ni quiere hacer nada. Cuando se muere, termina la vida en este mundo y termina la relación con Dios. Un día está Jesús enseñando en el Templo. Un grupo de saduceos se acerca para ponerle un caso, tan absurdo como aparentemente incontestable: si en obediencia a la ley del “levirato” –que mandaba casarse con la viuda del hermano que había muerto sin descendencia- se casan sucesivamente seis hermanos con la misma mujer del primer marido, ¿de cuál de ellos sería mujer en el momento de la resurrección? Los saduceos de hoy –todos los materialistas- no niegan la resurrección recurriendo a este argumento. Pero, en el fondo, razonan con el mismo presupuesto: la vida que seguiría a la muerte es como la que ahora conocemos. Es inimaginable, por tanto, que exista la resurrección. Porque, ¿dónde podrían vivir los millones y millones de hombres y mujeres que han vivido y vivirán mientras el mundo siga existiendo?, ¿qué harán en esa vida sin fin? La respuesta de Jesús a los saduceos es sumamente esclarecedora: la vida que Dios da con la resurrección, no es una simple continuidad de la vida de este mundo ni un tiempo vacío que hay que llenar con alguna actividad. No. Es participar en la misma vida de Dios. Cuando morimos, ni vamos a la nada ni a una vida como la actual, sino que pasamos de este mundo al Padre. ¡Hay que cambiar la perspectiva! Traspasamos la barrera del tiempo y llegamos a la meta: a nuestro encuentro definitivo con Dios, para vivir como hijos suyos y gozar de su amor para siempre, y en compañía de los nuestros.                

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