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LITURGIA DEL VATICANO II

Domingo 3 de Cuaresma (4. 3. 2018) - Ciclo B

DIOS Y EL DINERO

“Lo reconstruiré en tres días”

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Estamos con Jesús en el Templo de Jerusalén, cuando todavía es el orgullo de Israel. No en el santuario sino en los atrios. Porque el santuario contiene “el santo” y el “santo de los santos”, dos recintos sagrados a los que sólo tienen acceso los sacerdotes y el sumo sacerdote, respectivamente. En los atrios hay mucha gente. Y muchas clases de animales: bueyes, corderos, palomas. Vamos, un verdadero mercado. Por si fuera poco, menudean las mesas de cambio, como si fuera un parqué de bolsa anticipado. Es verdad que en un principio estas cosas habían facilitado el cumplimiento del precepto del Éxodo, que indicaba no ir con las manos vacías al Templo. Pero, poco a poco, el dinero había hecho lo que suele hacer: corromper los corazones. Jesús no pasa por esto. Coge unas cuerdas, hace un buen cordel y comienza a desalojar aquel mercado, mientras va tirando las mesas de los cambistas y gritando: “Esta casa es casa de oración y vosotros la habéis convertido en un mercado”. Los fariseos y, sobre todo, los saduceos –que eran materialistas y ricos- se sienten atacados en sus intereses económicos y se encaran con Jesús: ¿Quién -le dicen- te ha dado autoridad para hacer esto? Él les da una respuesta que no entienden, pero no por ser oscura sino por ser profética y portadora de un formidable mensaje: “Destruid este Templo y en tres días lo levantaré”. Era la revelación del insondable misterio pascual de su muerte y resurrección. Lo aclara muy bien el evangelista, cuando hace esta precisión: “Cuando resucitó de entre los muertos, recordaron sus discípulos que había dicho esto y creyeron en las Escrituras”. Estas palabras nos anuncian que estamos un poco más de cerca de la celebración de ese misterio en la próxima Pascua. Pero como no es una mera celebración ritual sino también existencial, hemos de examinar qué lugar ocupa el dinero en nuestra vida. Porque no es  infrecuente que lo convirtamos en un ídolo y lo coloquemos en el lugar que es exclusivo de Dios. Por eso, necesitamos coger el cordel de la sinceridad, llamar a las cosas por su nombre, cambiar de vida y confesar nuestros pecados en la Penitencia.

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