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LITURGIA DEL VATICANO II

Domingo 5 de Pascua (29.IV. 2018) - Ciclo B

¿EFICACES O ESTÉRILES?

“Yo soy la vid, vosotros los sarmientos”

****************Dar fruto. Hasta cuatro veces habla de ello el evangelio de este domingo. Es Jesús mismo quien se lo dice a sus discípulos: “En esto es glorificado mi Padre: en que deis fruto abundante”. No sólo fruto sino mucho fruto. La razón es muy sencilla: porque “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos”. Por el Bautismo, Yo os he convertido en miembros míos, en sarmientos de la Vid. Así como Yo he dado fruto abundantísimo con mi Muerte y Resurrección, ahora os toca a vosotros recibir su influjo y comunicárselo a los demás. De tal modo que, en el supuesto de ser sarmientos secos que no dan fruto aunque estén unidos a la vid, mi Padre les corta, como hacen los podadores de vides. Los bautizados –ojo, no digo los clérigos y religiosos, ellos también-, todos los cristianos tenemos que dar fruto y fruto abundante. Ahora bien, para esto es requisito indispensable estar unidos a la vid, estar unidos a Cristo, “porque sin Mí, no podéis hacer nada”. Nada es nada. No es poco o muy poco. Dicho en positivo y con las mismas palabras del Señor: “El que permanece en Mí y yo en él, ese da fruto abundante”. Los frutos no son consecuencia de nuestras estrategias, de nuestros proyectos, de nuestros planes pluscuamperfectos. Esa es la nueva versión del pelagianismo, como acaba de denunciar el Papa en su exhortación “Alegraos y regocijaos”. Un peligro que debe ser bastante común para merecer la voz de alarma del Papa. Hace siglos que nos lo advertía el Salmista: “Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los constructores. Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas”. Si estamos unidos a Jesucristo daremos fruto abundante; separados, humo y hojarasca. ¿Qué es estar unidos a Jesús? Lo dice él mismo: asumir su doctrina con la cabeza, el corazón y la vida, y cumplir sus mandamientos: el amor incondicional a Dios y a los demás. En esta perspectiva, qué bien se ve la necesidad de confesarnos y comulgar. Confesarnos para reparar las rupturas que originan nuestros pecados graves. Comulgar para que ese horno de amor queme las escorias de nuestro egoísmo y encienda nuestros fríos corazones.            

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