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LITURGIA DEL VATICANO II

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor (14. IV. 2019) - ciclo C

LA GRAN SEMANA

“¡Hosanna al Hijo de David!”

*** Semana mayor, Semana santa. Así llamamos a la semana que hoy comienza. Decimos bien. Porque en ella acontecen los más grandes y santos misterios de nuestra fe: la muerte y resurrección de Jesucristo y, con ellas, la muerte al mundo viejo y caduco y la resurrección del mundo que habíamos perdido en el mismo umbral de la Humanidad. Todo lo que acontece en ella es “grande”. Hay grandes traiciones, como la de Judas, y grandes fidelidades, como la de la Virgen al pie de la Cruz. Grandes cobardías, como la de Pilato, y grandes audacias, como la de Nicodemo y José de Arimatea. Grandes negaciones, como la de Pedro, y grandes confesiones, como la del Centurión del Calvario. Grandes amores, como el de la Magdalena, y grandes odios, como el de Caifás que instiga a la gente a pedir la muerte de Jesús. Grandes triunfadores, como Jesucristo, que reconquista toda la humanidad pecadora,  y grandes derrotados, como el demonio, que pierde su dominio sobre el pecado y la muerte. Grandes apariencias, como la del Crucificado, que parece un vencido y es en realidad un gran triunfador, y la el demonio, que parecía el gran vencedor y era en realidad el gran vencido. Pero, por encima de todas estas cosas “grandes”, hay una que prevalece sobre todas ellas: el amor infinitamente misericordioso de Dios Padre hacia nosotros. San Pablo lo expresó con enorme fuerza y hondura: “Dios (Padre) demuestra su amor hacia nosotros, porque siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros. Cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados” (Rm 5, 10). San Juan lo dice con idéntico vigor y profundidad: “Tanto amó Dios (Padre) al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna. Pues Dios (Padre) no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 16-17). Todavía san Pablo, en un tono más personalizado, sintetiza así: ”Me amó y se entregó a la muerte por mí” (Gá 2, 20). Nadie puede decir que Dios no le ama, que Dios no ha muerto por él. ¡Abrámonos a ese amor misericordioso, que es nuestra salvación!                 

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