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LITURGIA DEL VATICANO II

EL BAUTISMO DEL SEÑOR (11 de enero) - Ciclo B. Proyecto de homilía

EL BAUTISMO DE JESÚS Y NUESTRO BAUTISMO

 


 

1. Jesús de Nazaret, plenamente solidario con los hombres. Celebramos hoy la Fiesta del Bautismo de Jesús. En ella, el Padre manifiesta públicamente que Jesús de Nazaret no es un hombre, menos aún, un pecador. Se hace bautizar como pecador, porque es el Mesías que Él ha enviado a solidarizarse con el hombre pecador y salvarle; pero es su Hijo amado, su predilecto. Un día, cuando suba al árbol de la Cruz con los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, la solidaridad con el hombre será tal, que llegue hacerse no sólo pecador sino «pecado». No cabe mayor ni más completa solidaridad. El Espíritu Santo desciende ahora sobre Jesús «como una paloma», es decir, de un modo que no se puede describir. Se revela así el gran misterio de que Dios es Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo y que la obra de la salvación es también obra de las tres Personas Divinas. Se desvela, finalmente, el misterio de nuestro Bautismo: gracias a la muerte y resurrección de Jesucristo y a la fuerza del Espíritu Santo, las aguas bautismales se convertirán en el nuevo Jordán, donde entramos pecadores y salimos como hijos amados del Padre y posesionados por el Espíritu Santo.      

 

 2. «Este mi Hijo amado» Los Magos ya habían reconocido que Jesús era el Mesías y Señor. Simeón también lo había proclamadon («mis ojos han visto a tu Salvador»). Eran testimonios más cualificados que el de los pastores, que también lo habían reconocido y anunciado a sus paisanos. Hoy llega el testimonio supremo: el del mismo Dios Padre. No cabe otro mayor, porque «nadie conoce al Hijo sino el Padre». El Padre interviene para manifestar, con toda solemnidad y claridad, quién es este Jesús de Nazaret: aunque lo parezca, no es uno más. ¡¡Es su Hijo Unigénito, su Hijo amado!! El Hijo a quien ha enviado al mundo para reconciliarlo y salvarlo de su pecado, y así revelar y realizar, de modo pleno y definitivo, su eterno plan de salvación, que no es otro que introducir al hombre en el ámbito de su más profunda intimidad, hacerle miembro de su propia familia y comunicarle su misma vida divina.

Según el testimonio del Padre, Jesucristo no es un superstar ni un superhombre ni el profeta por antonomasia ni el hombre más bueno que haya existido ni existirá nunca. Es mucho más: es Dios y es el Hijo Único de Dios. ¡Hay que dar este salto! Porque, si no lo damos, nunca comprenderemos la grandeza del amor del Padre que nos ha enviado a su Hijo –que es lo que más quería-; ni la grandeza del amor del Hijo, que ha acogido con amorosa obediencia este envío del Padre; ni saldremos más allá del espacio de los grandes fundadores de religiones, todo lo grandes que se quiera, pero humanos (Buda, Confucio, Mahoma); ni captaremos la originalidad y grandeza de ser cristianos.

Que salga hoy de nuestro corazón la confesión creyente de Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» ¡Señor Jesús: Te reconozco como si Dios y mi Señor!

 

3. «Escuchadle» A Dios nadie le ha visto nunca. Sólo el Hijo, que ha sido engendrado por Él y vive con Él desde toda la eternidad, sabe quién es Dios, cómo es el corazón del Padre, cuánto ama este Padre a quienes somos sus hijos en el Hijo, qué es lo que el Padre quiere y espera de nosotros, cómo desea que le tratemos y nos dirijamos a Él, y nos tratemos entre nosotros, cómo cuida de la creación y de todo lo que hay en ella... Sólo el Hijo sabe también quiénes somos nosotros, los hombres; cuál es nuestro destino; qué sentido tiene el dolor, la enfermedad y la muerte; qué hay más allá de la muerte... Por eso, no hay que ir en busca de otra doctrina, ni de otra luz, ni de otro salvador, sino sólo detrás de Él, para escucharle lo que nos vaya diciendo, a lo largo de su predicación y, sobre todo, con el más elocuente de todos los discursos: su entrega por nosotros hasta la muerte, y muerte de Cruz.

Los evangelios contienen las palabras de la Palabra, la revelación de lo que el Padre nos ha comunicado por medio de su Hijo. Por eso, leer y meditar el Evangelio es absolutamente imprescindible.

 

4. «Se abrió el cielo y descendió sobre Él el Espíritu». El Dios que se nos revela hoy es un Dios Trinidad, un Dios familia: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La salvación de los hombres es obra de los tres: el Padre envía a su Hijo para que el Hijo salve al mundo mediante su humanización y su Muerte y Resurrección redentoras; el Hijo realiza este proyecto, haciéndose hombre verdadero y muriendo y resucitando por nosotros. El Espíritu Santo asume la obra del Hijo y la hace presente y operativa en los hombres.  Los artífices de nuestra salvación y santificación son las Tres Personas: ninguna queda al margen ni ninguna hace más que la otra. Las Tres actúan conjunta y armónicamente.

 

Así lo confesamos en el Bautismo, que se nos confiere «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»; en el sacramento de la Reconciliación (somos reconciliados por el Padre, Hijo y Espíritu Santo, como dice la fórmula de la absolución); en la Eucaristía (pedimos al Padre que nos envíe el Espíritu para así actualizar el sacrificio de su Hijo), y en los demás sacramentos. También comenzamos y terminamos las cosas, sobre todo al comienzo y final del día, con el signo de la Cruz, que hacemos diciendo: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Y concluimos el Padre Nuestro y los Salmos con el «Gloria» a las tres divinas Personas. 

 

5. Nuestro bautismo. Nosotros fuimos llevados un día hasta el bautista de la Iglesia: el párroco, con el fin de que nos bautizara en unas aguas consagradas y vivificadas por la Pasión de Jesucristo y el Espíritu Santo. Fuimos introducidos en ellas como «hijos de la ira», «esclavos del pecado» y «condenados a muerte». Y salimos convertidos en «hijos de Dios», «libres de todas las ataduras del pecado» y «destinados a la vida eterna». Bien podemos volver a repetir con san León Magno: ¡¡Reconoce, oh cristiano, tu dignidad!! ¿Cómo? Pues... viviendo como tal.

 

Escasas y titubeantes son nuestras fuerzas. Pero contamos con la fuerza de la Eucaristía que ahora estamos celebrando, la cual nos alimenta con la Palabra de Dios y con el Cuerpo de Cristo.             

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