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LITURGIA DEL VATICANO II

EPIFANÍA DEL SEÑOR (6 de enero). Proyecto de homilía

«DIOS QUIERE QUE TODOS LOS HOMBRES SE SALVEN»

 


 

1.  Epifanía, fiesta de la universalidad de la salvación. Hasta hoy, todos los personajes que hemos encontrado junto al Verbo-Humanado eran judíos. Judía era la Virgen María; judíos eran san José, los pastores, los ancianos Simeón y Ana. Tenía que ser así, porque Israel era el Pueblo que Dios mismo se había escogido como «su» Pueblo y a esa estirpe pertenecía David, del que nacería el Salvador. Dios  había cumplido su promesa, tantas veces anunciada en la Antigua Alianza.

Hoy se da un cambio radical de perspectiva. Entran en escena «otros» que no son judíos ni de raza ni de religión ni de geografía. Para los judíos, no había más que dos clases de personas: «ellos» y «los demás», porque sólo ellos se consideraban herederos de las promesas. Hoy ese muro se derrumba estrepitosamente y hace posible que «los otros» también entren a formar parte del Pueblo de Dios. No importa que vengan de «más allá» de las fronteras político-religiosas de Israel (de lo que hoy llamamos Irak). Vienen y son acogidos. Vienen guiados por el mismo Dios, que de una forma misteriosa pero eficiente, les lleva hasta donde se encuentra su Hijo hecho hombre. Más aún, Dios mismo les otorga el don de la fe, para que reconozcan en el recién nacido no un niño más, sino al Mesías y Salvador del mundo. La fe les descubre que ese Niño es Dios; y se postran, le adoran y le presentan sus dones.

La fiesta de la Epifanía –que así la llama la liturgia- es, pues, muchísimo más que la fiesta de los Santos Reyes. Es la fiesta que revela que Dios, al atraer hacia Cristo a estos magos de Oriente, quiere revelar el misterio de su salvación: misterio que comprende a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, lugares y razas, sin hacer discriminación alguna. Cristo aparece así como «luz del mundo», «luz de las naciones», Salvador universal. Consiguientemente, la Epifanía es también la fiesta de la vocación de los hombres a la fe ahora y a la gloria después. Lo canta maravillosamente el prefacio: «Hoy has revelado en Cristo, para luz de los pueblos, el verdadero misterio de nuestra salvación; pues, al manifestarse Cristo en nuestra carne mortal, nos hiciste partícipes de la gloria de su inmortalidad». La Colecta también abunda en las mismas ideas: «Señor, tú que en este día revelaste a tu Hijo Unigénito por medio de una estrella a los pueblos gentiles: concede a los que ya te conocemos por la fe poder gozar un día, cara a cara, la hermosura infinita de tu gloria».

 

2. Nosotros, estrella que guíe a los nuevos magos. Hasta hace pocos años, este lenguaje podía parecernos muy bonito pero un tanto lejano. Hoy, en cambio, la emigración y la secularización lo han hecho no sólo atractivo sino actual. Nuestras plazas y calles, nuestros comercios y fábricas, nuestros lugares de trabajo se han convertido en un inmenso país de «magos posibles». Ya no somos todos católicos ni todos practicantes ni todos creyentes. Mucha gente que convive con nosotros nunca ha oído hablar de Jesucristo; muchos otros lo consideran un personaje extraño a su vida, en el sentido de que no cuentan con él a la hora de organizar el matrimonio, el trabajo, las relaciones sociales, la preocupación por los más necesitados, etcétera.

Ante este panorama, las palabras de san Pablo, en la segunda lectura, han de sonarnos como un aldabonazo: ahora «ha sido revelado... que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio». Es decir, en lugar de llenarnos de pesimismo, tristeza y desesperanza, hemos de ver la «nueva situación» como una «oportunidad magnífica» para anunciar el Evangelio.

¡Por supuesto que habrá dificultades! Pero recordemos que los Magos tuvieron muchísimas más; lo mismo que san Pablo y los demás Apóstoles, y todos los misioneros que se han ido a cualquier rincón del mundo, desconociendo la lengua, las costumbres y ...todo. Seamos sinceros con nosotros mismos y reconozcamos que somos bastante cobardes y muy poco apostólicos. Alguien ha recordado recientemente que «lo peor no es el mal que hacen los malos, sino el bien que dejan de hacer los que son buenos».

Dios espera que nuestro trato, nuestra acogida, nuestra comprensión, nuestra amistad, nuestra pacífica convivencia con todos, nuestro consejo y ayuda oportunos, nuestra palabra creyente y nuestra vida coherente sean la «luz» que atraiga hasta Jesucristo a quienes viven con nosotros –quizás en nuestra propia familia o empresa- y no le conocen o han dejado de conocerle. ¡Qué alegría ponerse al servicio de los demás para llevarles hasta el único que les quiere de verdad y no desea otra cosa que su felicidad y dar sentido a su vida!

 

3. «Que vivamos con amor sincero el misterio que hemos celebrado», pediremos al final de la Misa en la postcomunión. La Palabra de Dios y la liturgia que estamos celebrando nos revelan el sentido de ese «misterio». La fuerza de Cristo, en la comunión, nos ayudará a realizarlo a lo largo de la semana.                  

    

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