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LITURGIA DEL VATICANO II

HOMILÍA: ALGUNAS REFLEXIONES Y ORIENTACIONES

«Hoy se cumple la Escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 21). Estas palabras de Jesús en la sinagoga de Nazaret, tras la proclamación de una perícopa del profeta Isaías, son el primer eslabón de la larga historia de la homilía cristiana; una historia que ha conocido momentos de gran esplendor y otros de menor realce cuando no de decadencia. Quienes han ejercido el ministerio en los años anteriores y posteriores al concilio Vaticano II pueden levantar acta de esta realidad.

En estos momentos, la homilía está pacíficamente poseída y practicada, y tiene poco que ver en sus contenidos y estilo con los sermones y panegíricos de hace algunas décadas. No obstante, justo es reconocer que sir ser una asignatura pendiente, debe mejorar mucho en su puntuación. De hecho, no es infrecuente que salga mal parada en las conversaciones de los fieles, en las encuestas y en la opinión pública en general. 

Quizás sea sintomático que, además de haber sido un tema «estrella» en el Sínodo sobre la Palabra, una de las proposiciones presentadas al Papa diga literalmente: «Los Padres sinodales esperan que se elabore un “Directorio sobre la homilía”, en el que se exponga, junto a los principios de la homilética y del arte de la comunicación, el contenido de los temas bíblicos que aparecen en los leccionarios que se usan en la liturgia» (Proposición 15).

Se elabore o no ese instrumento, no está demás que todos sigamos reflexionando y tratemos de aportar nuestro pequeño granito de arena para mejorarla en cuanto a su preparación, estructura, estilo y dicción. Pues todos estamos convencidos de que se trata de una cuestión de capital importancia para que los fieles participen en la liturgia y fortifiquen su vida cristiana.

Las páginas que siguen se inscriben en este contexto y están divididas en dos partes. La primera es una reflexión de tipo teológico-pastoral sobre algunos puntos ya conocidos, pero que vale la pena recordar y profundizar; la segunda indica el modo concreto de proceder a la hora de realizar una homilía. Una y otra se refieren exclusivamente a la homilía de la Eucaristía, aunque lo que de ella se dice tiene una aplicación más general.    

 

I.                   PRINCIPIOS TEOLÓGICO-PASTORALES SOBRE LA HOMILÍA 

 

1.      La homilía, parte de la liturgia

 

La principal afirmación sobre la homilía es que se trata no sólo de algo que acontece en la liturgia -por ejemplo, una celebración eucarística, bautismal o exequial-, sino que ella misma es parte de la acción litúrgica. La homilía –dice la Sacrosanctum Concilium- es «parte integrante de la misma liturgia» (SC 52). Ya sería mucho que fuese «una proclamación de las maravillas obradas por Dios en la historia de la salvación o misterio de Cristo, que esta siempre presente y obra en nosotros particularmente en la celebración litúrgica» (SC 32). Pero, para que una predicación sea homilía, ha de acontecer en la celebración de un misterio litúrgico, brotar de él, insertarse en él y llevarle a su total acabamiento. La homilía no es, por tanto, algo superpuesto o yuxtapuesto a la acción litúrgica, sino algo plenamente integrado en ella.

Por eso, la liturgia del día y la del tiempo son la fuente principal de la homilía. Al decir  «liturgia del día» no me refiero exclusivamente a las lecturas, por más que éstas jueguen un papel fundamental. «Liturgia del día» son también las oraciones colecta, sobre las ofrendas y postcomunión, la Plegaria eucarística que se use en aquella ocasión, -especialmente el prefacio, todo cuando es propio-, las antífonas de entrada y de comunión, los cantos y las preces, sin olvidar los diversos elementos del ordinario de la misa. 

 

2.      La homilía, palabra recibida en la oración

 

La homilía tiene como función fundamental hacerse eco de la Palabra revelada. Ahora bien ¿cómo entregar la Palabra si antes no ha sido recibida? La homilía se engendra en aquel estado de disponibilidad interior que tenía el pequeño Samuel en el templo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1S 3, 9). Hay comenzar, por tanto, acogiendo los textos en el propio corazón y, antes de consultar cualquier comentario, iniciar un proceso personal de asimilación y maduración de la Palabra. Como sugiere Orígenes, las palabras divinas enseñan que las Escrituras están cerradas con la llave de David, y esa llave se encuentra en la oración.

Es en su iglesia donde el predicador prepara su mejor homilía, pues es allí donde encuentra inspiración y convicción para acoplar su instrumento al que escribió la partitura y dirige el concierto: el Espíritu Santo. El homileta viene a la oración para encontrar en ella las huellas de Dios. Allí, en compañía de Jesucristo, contempla quiénes son los destinatarios de sus palabras. Lo mismo que Moisés subía a la montaña para recibir de Dios lo que luego debía comunicar al pueblo, el homileta sube a la montaña de la contemplación para encontrarse allí con el Dios vivo y bajar luego al llano de la vida y trasmitir lo que brota de la abundancia del corazón.

La homilía y la Escritura brotan de la misma fuente y una y otra sólo se convierten en carne y sangre de los hombres por la inspiración del Espíritu Santo. Él comunica a la homilía su «energía» y hace que, domingo tras domingo, el pueblo de la nueva Alianza consolide o reencuentre el camino que lo lleva hacia la tierra prometida.

 

3.      La homilía, palabra “trabajada” y asimilada

 

La oración no dispensa del trabajo de comprensión y asimilación de los textos que van a ser expuestos al pueblo. Porque la homilía consiste en trasmitir la Palabra a la comunidad, lo cual exige entablar con los textos una conversación tan amorosa como profunda. Sólo cuando se ha dialogado con el sentido del texto, con su estructura, con su género literario, con el lugar que ocupa en el conjunto de las Escrituras, se posibilita una posterior conversación del homileta con la asamblea litúrgica.

La lectura atenta y comprensiva lleva desde el primer momento a interesarse por los oyentes. En este sentido, se puede hablar de una «exégesis homilética» distinta de la «exégesis bíblica». Porque es una exégesis que se preocupa menos de los debates técnicos o históricos que ha suscitado la ciencia exegética que por el sentido de los textos en orden a reconfigurar el mundo de los oyentes futuros. Evidentemente, no se trata de manipular el texto y acomodarlo ficticiamente a la asamblea, porque entonces no se trasmitiría el mensaje de Dios. Se trata de extraer lo que más ayuda a los fieles a mejorar su participación en la liturgia y su compromiso vital cristiano.

Este afán de sintonizar el texto y los oyentes no tiene que ser malinterpretado, como si el homileta tuviera que proclamar mensajes políticamente correctos y sin aristas. Muchos textos provocan un saludable descentramiento del homileta y de los oyentes, debido a que las concepciones de éstos son estrechas, parciales o erróneas y es preciso entrar en un verdadero diálogo de fe con el Dios bíblico. Por eso, no es infrecuente que surjan verdaderos «escándalos», debido al choque innato que produce la fe cristiana. Por ejemplo, ¿no es un verdadero escándalo que Dios se haga hombre y muera en una cruz para la salvar a la humanidad; que la Iglesia, tan humana, haya sido constituida como signo e instrumento de salvación para los hombres; o que el cuerpo, ahora muerto, un día vuelva a la vida?

El homileta ejerce una doble misión: que los oyentes entren en el mundo de los textos bíblicos y que los textos bíblicos entren en el mundo de los oyentes. Esto le exige eclipsarse ante el misterio de ese encuentro, convirtiéndose en un humilde servidor, en un altavoz de Dios. Más aún, el homileta ha de tener la clara conciencia de ser un siervo «inútil», pues sólo el Espíritu Santo es el único que es capaz de realizar ese encuentro del texto bíblico con el oyente, crear una verdadera empatía entre ambos y, de modo especial, hacer que la Palabra trasforme la vida de los oyentes.

Por eso, en esta labor de asimilación del texto el homileta ha de ponerse a disposición de Dios para hacer de humilde portavoz. Él es el primero que se deja interpelar por la Palabra, consciente de que sólo así podrá hacerla eco y descubrir a los demás las cosas que a él le han maravillado, interpelado, iluminado. Sólo entonces es capaz de esclarecer de un modo nuevo los grandes campos de la vida humana: la vida y la muerte, la verdad y la mentira, el dolor y la enfermedad, los fracasos y los éxitos. El estudio, la reflexión y la asimilación se convierten entonces en un acto de obediencia, en un momento de adoración, en una actividad profundamente pastoral. ¡Qué bien, si al final de todo su proceso, puede decir a sus oyentes: os ofrezco lo que me dice este texto de Marcos, tal y como lo veo hoy!   

 

4.      La homilía, palabra dicha con autenticidad

 

Así como las personas son irrepetibles, cada homileta tiene su propio estilo, su propia voz. Cada homileta lleva consigo su vibración propia y sólo cuando comunica desde ella, lo que dice «suena bien y con verdad». Por eso, es desaconsejable bajar una homilía de internet o copiarla de un homiliario, aunque se trate de textos de gran calidad. Es necesario ser y permanecer uno mismo, si se quiere escribir e interpretar la propia música, tanto en el estilo, como en la voz, el tono y los gestos.

Hay géneros que han de evitarse completamente, como el «charlatán», el «tribuno» o el «profesoral». El primero es el del que vuelve siempre con las mismas historias personales y usa siempre los mismos clichés; el segundo, trata de arrancar la adhesión del pueblo a su propia ideología; finalmente, el «profesoral» es el que predica como si dictase una lección, colocándose, aunque sea inconscientemente, por encima de la gente y relegando a sus oyentes al estatuto de ignorantes.

Para predicar con verdad y autenticidad nada mejor que ser un hombre de Dios. Si el predicador actúa por lo que es y por lo que dice, ¿cómo hablar con autenticidad de la relación de sus oyentes con Dios, si él mismo no la vive? El pueblo tiene un sexto sentido para captar cuándo el homileta habla de «oídas y leídas» y cuándo destapa el tarro de las esencias de su corazón.

Así mismo, es necesario que el predicador se deje interpelar por lo que pasa a su alrededor y por la vida de su gente. Si tiene el corazón atento, sabrá descubrir a lo largo de la semana algo que le toque el corazón: una alegría, una pena..., que más tarde compartirá con pudor y delicadeza con sus oyentes.

 

5.      La homilía, palabra sencilla y clara

 

«Ser complicado está al alcance de todos, pero el gran arte asume el camino de la sencillez», decía el director de orquesta W. Furtwängler. Y el violinista Pablo Casals: «Las cosas más sencillas son las que realmente cuentan». La complejidad conduce con frecuencia a la oscuridad, no a la profundidad. Por eso, hay que tener muy presente que una homilía oscura y complicada  no es más profunda que otra clara y sencilla. Del doctor Marañón, padre, se cuenta que le gustaba desplazarse desde Madrid a un pueblecito de Toledo, para escuchar la homilía de un sacerdote que comentaba el evangelio con exquisita sencillez y claridad.

Jesucristo sigue siendo el modelo de todo predicador. Su público habitual fueron labradores, pastores, pescadores, amas de casa, escribas y fariseos. No deja de ser sorprendente que a esa gente –iletrada en la mayor parte de los casos- les explicara los más grandes misterios del Reino con parábolas sacadas de su propio ambiente y con un lenguaje llano y sencillo. Y, más sorprendente aún, que la gente no se cansara de oírle y proclamara abiertamente que hablaba mejor que nadie.

Esto exige que el homileta conozca muy bien la vida de sus oyentes: lo que piensan, desean, sufren, buscan; los temas de conversación de sus feligreses cuando están en casa, en la oficina, en el mostrador del comercio o del bar; los silencios, los tabúes, las debilidades y ambiciones; en una palabra: la vida. Si la homilía no habla el lenguaje de la gente no podrá ser un acto de comunión con ella, pues sólo cuando el oyente se siente verdaderamente reconocido en lo que dice el predicador, presta su atención.

Como en toda comunicación, es el oyente el que «da sentido», a partir de la proposición que se trasmite. Consiguientemente, es importante evitar un lenguaje cerrado u oscuro y, al contrario, hay que cultivar un modo de decir trasparente y evocador.

Todos los géneros son válidos excepto uno: el pesado. Para evitarlo, es muy conveniente recurrir alternativamente a los diversos géneros literarios: el narrativo, el meditativo, el exhortativo, el poético, el anecdótico, el moral, el dogmático, el litúrgico.

La claridad y la sencillez se logran mejor cuando la homilía se dice sin leerla. No obstante, si el homileta prefiere escribirla íntegramente, que lo haga teniendo en cuenta que la va a decir oralmente. Esto exige que las frases sean breves, que no haya muchas oraciones subordinadas, que se mezclen imágenes, como en una conversación.

 

6.      La homilía, palabra positiva y propositiva

 

El Evangelio es el anuncio de la Buena Noticia, no de una catástrofe. Sin embargo, muchos predicadores leen o dicen sus homilías como si anticiparan el fin del mundo. El homileta no está allí para minar la moral de la gente con  mensajes lacrimógenos, moralizantes y siniestros, sino para ayudar a sus oyentes a construir o reconstruir su vida. Ciertamente, la homilía ayuda a tomar conciencia de las sombras y de los pecados, pero con la finalidad de aumentar el deseo de la luz y del perdón.

Conviene que los fieles no salgan de la Eucaristía disgustados consigo mismos sino llenos de afán para luchar y afrontar serenamente la realidad de su vida y del mundo circundante tal y como es. Si los fieles perciben que el amor de Dios y la gracia son alcanzables; si salen convencidos de que  su arrepentimiento y su confianza son agradables a los ojos de Dios; si vuelven a sus hogares con un corazón más abierto a los demás y con más deseos de vivir en la alianza de Dios, en ese supuesto cabe esperar que incluso los más tibios digan en su interior: «este sacerdote me comprende»; y se decidan a cambiar.

La proposición de la fe requiere una predicación esperanzada que consuela, reconforta, cura y manifiesta el poder de la gracia. Si es necesario decir que hay que convertirse, aún lo es más dar la ilusión de hacerlo. El ministerio del predicador asume entonces el rostro de un acompañante espiritual colectivo.

La proposición de la fe exige que la homilía sea robusta y profética, que vaya a lo esencial. Por eso, el homileta verdadero encara los puntos cruciales de la fe: la relación con Dios, la resurrección de Cristo y la nuestra, la divinidad de Jesucristo, su presencia real en la Eucaristía y en el Sagrario, el sacramento de la reconciliación, la unidad y la convivencia entre los que piensan de modo distinto, el perdón de las ofensas y de los enemigos, la trasmisión de la vida y su cuidado en todas las fases y situaciones, la justicia y el amor a los pobres y necesitados. Los fieles necesitan pastores que les trasmitan la Buena Nueva con fe, convencimiento y pasión; que les abran caminos de esperanza y amor hacia Dios y hacia los hermanos.      

 

II.                ETAPAS DEL ITINERAIO HOMILÉTICO O CÓMO HACER LA HOMILÍA

 

Esta segunda parte, mucho mas breve que la anterior, es eminentemente práctica. Se limita a señalar los pasos que un pastor debe seguir para realizar adecuadamente su ministerio homilético. Estos pasos son tres: la preparación,  la realización y la ejecución.

 

1.      La preparación

 

Un verdadero buen pastor es consciente de que la homilía de cada domingo es, probablemente, el momento culminante de todo su ministerio profético durante la semana respecto a su comunidad, considerada en su globalidad. A diferencia de lo que ocurre los días de entre semana, no habla a un grupo, asociación o movimiento, sino a toda la comunidad. A la cual, además, solo tiene presente en esta ocasión y otras especialmente solemnes. Esto ya da idea de la necesidad de prepararse a conciencia y huir de toda improvisación o preparación superficial. Estoy convencido de que nuestras comunidades serían «otra» cosa, si nuestras homilías ganaran muchos puntos en sus contenidos y forma.

Esta preparación concienzuda comienza al principio de la semana con la lectura de todos los textos de la liturgia del día: lecturas, salmo responsorial, oraciones, prefacio y  antífonas; incluso de la letra de los cantos que se van a emplear. Esta lectura ha de ser previa a la de cualquier comentario o subsidio. De este modo, se evita acercarse a los textos con pre-juicios, en el sentido de juicios previos, aunque sean de calidad. El primer comentario de un texto es siempre el mismo texto.

Pero esta lectura necesita unos conocimientos fundamentales previos para que se puedan comprender, aunque sea de modo elemental. Entre ellos señalo estos dos. 1º. La colecta y el prefacio, si son propios, contienen la temática del día. 2º. Los textos bíblicos tienen algunas claves de lectura. Estas claves son: a) los títulos o minimociones que les preceden –que van escritos en tinta roja- dan en dos palabras la clave de por qué  han sido elegidos; b) las lecturas no se leen como si fuesen partes de la Biblia –aunque están sacadas de ella-, sino como partes del Leccionario, el cual ha sido confeccionado con ciertas claves. Así, por ejemplo, los evangelios de los domingos 3º, 4º y 5º de Cuaresma del Ciclo A son textos bautismales, pues se han seleccionado para que sirvan a los catecúmenos en su tramo final y para dar a los fieles una catequesis sobre el Bautismo; c) las lecturas de los domingos del tiempo ordinario no tienen las tres la misma temática, sino que van emparejadas así: la 1ª y el Evangelio; la 2ª va libre y tiene su propio dinamismo. Hay que añadir que tanto las oraciones como las lecturas y la homilía forman parte de un todo, que es la liturgia del día; de ahí que sea imprescindible conocer –al menos a grandes rasgos- las características del tiempo litúrgico y del día.

Esta lectura se hace, a ser posible, delante del Señor o, al menos, con la conciencia refleja de estar delante de él, y tras invocar al Espíritu Santo.

Después de esta primera lectura, hay que llevar los textos a la oración personal e interiorizarlos. Quien no es oyente de la Palabra de Dios no puede ser un trasmisor eficaz, porque le faltaría, entre otras cosas, convicción y pasión. ¡Qué fácil es ser una campana que repica y tintinea bien, pero que no mueve a nadie!.

En esa oración hay tres preguntas ineludibles: qué dicen los textos, qué me dicen a mí, qué quiere Dios que yo diga a los oyentes.

 

2.      Realización

 

Después de esto sigue el estudio concienzudo de los textos, echando mano de buenos y probados autores, de comentarios de Santos Padres, de textos del Magisterio. Si nadie daría una conferencia sin prepararla, nadie debe proclamar una homilía sin prepararla bien. Sería una falta de respeto al misterio que celebramos y a la asamblea que nos va a escuchar. No deberíamos olvidar que para hablar durante unos minutos se necesita mucha más preparación que para hablar durante largo rato.

Cuando ya se tienen todos los materiales, llega la hora de hacer la homilía. Ésta tiene tres partes: introducción, cuerpo y conclusión. La introducción y la conclusión son breves; en cambio, en el cuerpo se desarrollan las ideas.

Los expertos aconsejan que la homilía se centre en una sola idea; o, cuando más, en dos. Y ponen el ejemplo de la banda sonora de una buena película: tiene un único tema, el cual se va modulando en diversos tonos y con diversos aires. El resultado es que, al final, todos tararean dicho tema y se han identificado con él. Terminada la homilía, cualquier oyente debería responder sin dudar a esta pregunta: «¿De qué ha hablado hoy el sacerdote?»

Esa idea se expone, se explica, se apuntala con ejemplos y anécdotas, sacados preferentemente de la actualidad. Es bueno dialogar mentalmente con el público, poniéndose en su lugar, viendo cómo reaccionará, qué dificultades pondrá, qué equívocos pueden surgirle; y tratar de responder de modo breve, claro y sencillo.

La conclusión ha de ser lógica, clara, concreta y posible.

Al preparar la homilía se puede escribir integrante y luego aprenderla de memoria. Si se lee, ha de hacerse con soltura y naturalidad. Tanto si se lee como si se dice de memoria, el lenguaje ha de ser actual, sencillo pero sin caer en la banalidad, y huyendo de la jerga eclesiástica y clerical. Este lenguaje se encuentra en la buena literatura, en el periódico y en las revistas de actualidad.

       

3.      Proclamación

 

El último paso es la proclamación de la homilía en la fecha y lugar previstos. Hay que cuidar que funcionen bien todos los instrumentos: el micrófono, las luces... El micrófono es fundamental, porque, si se oye mal o con dificultad, hace tediosa y molesta la escucha y merma sensiblemente la eficacia.

Como ya he dicho, el ideal es pronunciar la homilía sin leerla. En este supuesto, hay que mirar a la cara a los oyentes, no gritar, cambiar el tono, realizar bien los gestos, observar las reacciones de la gente, hablar con soltura y naturalidad. No hay inconveniente en enfatizar algunas ideas y subrayarlas con un tono de voz más fuerte; al contrario, la buena oratoria, que no está reñida con la predicación homilética, usa estos recursos para captar la atención de los oyentes.              

     

                                  

2 comentarios

ramiro sierra -

bastante constructivo y formador, pero hay terminos o palabras poco comunes para nosotros los laicos, seria importante incluir un glosario para entender desde el inicio de lo que se refiere el termino.

cristian delio -

paz y bien. interesante, y productuoso el leer tema sobre la homilia gracias por compartir. es interesante el saberlo y escudrinarlo a fondo.