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LITURGIA DEL VATICANO II

Domingo 2 de Pascua (27. IV. 2014) - Ciclo A

VER DONDE LOS DEMÁS NO VEN

“Señor mío y Dios mío”.

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Estamos en el Cenáculo de Jerusalén. A diferencia de lo que ocurría hace ocho días, hoy  están todos los apóstoles. También Tomás, el que, para admitir que Jesús ha resucitado, ha hecho esta apuesta: “Si no veo las llagas de sus manos y si no meto mi mano en su costado, no creeré”. Jesús le ha cogido la palabra, se hace presente y dice a Tomás: “Trae tu mano, aquí están mis manos. Trae tu dedo y mételo en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente”. Tomás no pone resistencia. Pero ni mete la mano en las llagas ni el dedo en el costado abierto. Avergonzado se echa a los pies de Jesús, y le dice, lleno de arrepentimiento y amor: “Señor mío y Dios mío”. Jesús aprovecha para darle y darnos una gran lección: “¿Porque me has visto, has creído?, le dice. Dichosos los que crean sin haber visto”. Andan sueltos por ahí muchos tomases. Para creer, exigen ver, tocar, probar. No se dan cuenta de que la fe no es resultado de pruebas oculares o científicas sino fiarse de un testimonio. ¿Por qué sabemos que somos hijos de nuestro padre y de nuestra madre? ¿Porque lo hemos visto? ¿Porque hemos hecho la prueba del ADN en algún laboratorio? No. Porque ellos nos lo han dicho y nosotros nos fiamos de su testimonio. Valdría la pena pensar que los jefes del pueblo judío vieron muchas veces a Jesús y fueron testigos de milagros tan espectaculares como la resurrección de Lázaro, vuelto a la vida cuando su cuerpo ya estaba pudriéndose. Sin embargo, le mataron. Mucha gente de hoy niega que Jesús sea Dios, Redentor, Salvador y no admite que haya resucitado y esté vivo y camine con nosotros en la historia de nuestra vida y en la historia de los demás. Les parece más fiable su razón que el testimonio de quienes le vieron y comieron con él, una vez resucitado. En el fondo, siempre estamos en el mismo sitio y ante la misma situación: la soberbia intelectual, el ser nosotros la última palabra. La fe es un don que sólo reciben los humildes. Así resulta que los sabios se quedan a oscuras y los sencillos, de mente y de corazón, se convierten en verdaderos sabios, pues ven donde los demás no ven y van por el mundo seguros y sin tropiezos.            

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