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LITURGIA DEL VATICANO II

Domingo 20 del Tiempo Ordinario (20. VIII. 2017) - Ciclo A

RODILLAS OMNIPOTENTES DE MUJER

“Qué grande es tu fe”

____________________Nos encontramos fuera de Palestina. Más en concreto, en tierras de Tiro y Sidón, Tierra, por tanto, de paganos, no de creyentes y judíos. Jesús ha venido aquí acompañado de sus discípulos. Cuando menos lo espera, una mujer, que resulta ser madre, se pone a gritarle: “Ten  compasión de mí. Mi  hija tiene un demonio muy malo”. Contra todo pronóstico, Jesús se hace el sordo. Más aún, toma una aparente postura de distancia cuando sus discípulos interceden por ella y le piden que la haga caso. De hecho contesta de un modo que no admite réplica: “Sólo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. Entre tanto, ella se ha acercado y se ha puesto de rodillas delante de él. En esa actitud –que movería al más duro y reticente-, vuelve a suplicar: “Señor, ayúdame”. Pero Jesús hoy actúa de un modo inusual y le dice: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perros”. Ella, lejos de ofenderse con una respuesta humillante y darse por vencida, replica: “Es verdad, pero también los perrillos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. No cabía resistirse más. Y Jesús no se resiste. Al contrario, le responde con uno de los más grandes elogios del Evangelio: “Mujer: qué grande es tu fe. Que se cumpla lo que deseas”. Y apostilla el evangelista: “En aquel momento quedó curada su hija”. Una madre, puesta de rodillas y suplicando a Dios por sus hijos enfermos del cuerpo o del alma o de ambos, es omnipotente para alcanzar lo que desea. El evangelio de hoy nos presenta un caso concreto de una que pide y obtiene  un remedio material: la salud corporal de su hija. Dentro de una semana, cuando celebremos la fiesta de san Agustín, veremos lo que pueden las rodillas suplicantes de una madre cristiana que reza por la salud espiritual de un hijo hundido en la miseria moral. Cuántas veces he pensado en la respuesta de san Ambrosio, cuando acudía a él desconsolada: “Mujer, un hijo de tantas lágrimas no se puede perder”. Efectivamente, lejos de perderse se hizo un gran santo. ¡Madres del temple de la Cananea del Evangelio y de la madre de san Agustín: no dejéis de rezar y de confiar! Llegará el milagro.           

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