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LITURGIA DEL VATICANO II

HOMILÍA (Proyecto de). DOMINGO 7 DEL TIEMPO ORDINARIO - Ciclo B

 

JESÚS SIGUE PERDONANDO LOS PECADOS

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1. Jesús, médico del cuerpo y del alma. El evangelio de hoy presenta a Jesús como médico prodigioso e integral: cura las enfermedades más graves del cuerpo y cura las enfermedades del alma. Concretamente, sana a un paralítico y le perdona sus pecados. Los dos actos están profundamente relacionados entre sí. Para demostrar a los fariseos que tiene poder para perdonar los pecados, Jesús realiza el milagro de la curación del cuerpo: «Toma tu camilla y vete a tu casa», dice al paralítico. Con el mismo poder le dice: «Perdono tus pecados». La muchedumbre vio que el paralítico «cogió su camilla, echó a andar y se fue a su casa». Que sus pecados quedaran perdonados, no lo veía; pero la parálisis curada era un signo de que así acontecía. Los fariseos no se equivocaban cuando decían: «¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?», porque si el pecado a quien ofende es a Dios, sólo Dios puede perdonarlo. Jesús, realizando la curación del paralítico, demuestra que tiene el poder de Dios para sanar y para perdonar.

 

Jesús realiza el milagro por la fe vicaria de los amigos / conocidos del paralítico, que no se detuvieron ante los que parecían obstáculos insalvables; al contrario, tuvieron una fe-confianza tan recia en el poder de Jesús que no cejaron hasta colocar al paralítico delante de Él. «Si quieres, puedes limpiarme», decía el leproso del domingo pasado. Lo mismo dicen estos amigos / conocidos del paralítico; lo dicen con lo que hacen. Entonces, el Señor curó al leproso; hoy también cura al enfermo.

 

(Aunque sea una enseñanza colateral, no podemos pasar por alto el valor ejemplar de éstos amigos: ellos no piden la curación para sí sino para el amigo; y Jesús les escucha. Los padres, los amigos, los sacerdotes, los religiosos, ... tenemos aquí mucho que aprender. Se podrían recordar las lágrimas-oración de santa Mónica y la conversión de san Agustín; «¡Mujer, un hijo de tantas lágrimas no se puede perder!», le dijo san Ambrosio, obispo de Milán. Rezar con fe-confianza no es perder el tiempo). 

 

2. Jesús sigue perdonando hoy. El poder de perdonar los pecados se lo comunicó Jesús a sus Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados». Ellos, mediante el sacramento del orden, trasmitieron este poder a sus sucesores y los sucesores se los siguen trasmitiendo a sus colaboradores, los sacerdotes. Por eso, cuando un obispo o un sacerdote dice al pecador «Yo perdono tus pecados», realmente le son perdonados. Porque –como dice san Agustín- «cuando alguien perdona, es Cristo quien perdona». «En el sacramento de la Penitencia –dice santo Tomás de Aquino-, actúa la fuerza de la Pasión de Cristo, mediante la absolución del sacerdote, junto con la colaboración del penitente, que colabora con la gracia de Dios a la destrucción del pecado» (Suma Teológica, III, q.84, a.5 in c). Los obispos y sacerdotes son ministros de Cristo; la autoridad que tienen no es suya sino de Jesucristo. De hecho, ellos no se autoperdonan, es decir: no se absuelven a sí mismos de sus pecados, sino que son perdonados por otros sacerdotes u obispos.

 

El que no ve con los ojos de la fe al sacerdote, no se acercará al sacramento de la Penitencia y repetirá la misma acusación de los fariseos: «¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios?». Esto es lo que está detrás de lo que dicen ahora algunos cristianos: «Yo me confieso directamente con Dios; no necesito decir mis pecados al sacerdote». Se equivocan como se equivocaron los fariseos; porque Dios quiere conceder el perdón no de modo directo sino por los cauces legítimos que él ha establecido: el sacramento de la Penitencia o Reconciliación.

 

Este poder es una de las dos joyas del sacerdocio católico; la otra es la celebración de la Eucaristía. Nadie, salvo los sacerdotes, puede consagrar el Cuerpo y Sangre de Cristo y perdonar los pecados. ¡Poderes inauditos, divinos!

 

3. Nosotros necesitamos el perdón de Dios. Al comienzo de la misa hemos dicho: «Yo confieso –reconozco- ante Dios Todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión». ¡Es verdad! Si repasamos los mandamientos, seguramente encontraremos blasfemias, faltas a la misa de los domingos, ofensas a los padres, escándalos a los hijos, malos pensamientos y acciones, difamación del prójimo, faltas contra la justicia, etc. Por eso, necesitamos el perdón de Dios. Para nuestra fortuna, Dios está ansioso de concedérnoslo y lo hará siempre que vayamos al sacerdote a confesarnos. Con la misma facilidad y gozo que al paralítico. 

 

Los pasos que hemos de dar son estos: reconocernos pecadores, pedir perdón, confesar todos los pecados graves, recibir la absolución y cumplir lo que nos mande el confesor. Quien tiene experiencia, sabe que el sacramento de la Penitencia es el sacramento de la alegría y de la paz. Es también el sacramento que restaña las relaciones en el matrimonio, entre los hermanos y amigos, y en las relaciones sociales.

 

Hoy, cuando estamos a un paso de comenzar la Cuaresma, deberíamos hacer el propósito de acercarnos al sacramento de la Penitencia lo antes posible. Si hace mucho que no lo hacemos, razón de más. Jesucristo nos está esperando para darnos su perdón y, luego, invitarnos a la Mesa de su Cuerpo y Sangre en la comunión.                      

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