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LITURGIA DEL VATICANO II

PENITENTES Y COMULGANTES

GRANOS DE TRIGO. 2

"A la tierra no la engaña nadie"


 

 

Un grano de trigo es bien poca cosa. Pero unido a otros, puede trasformarse en pan sabroso y nutritivo. Incluso en Pan Eucarístico, capaz de reunir, en íntima unidad y fraternidad, a todos los granos cristianos esparcidos por el mundo. Los «granos de trigo» litúrgicos que irán apareciendo en esta sección, sentirían una gran alegría si ayudaran a que la liturgia y, lo que es su corazón: la Eucaristía, se convirtieran en fermento de unidad y fraternidad en la verdad.

 

No hace falta ser quisquilloso o tener en ristre la espada de la hipercrítica. Basta que la  piel sea un poco más fina que la de un hipopótamo y advertir que, si es tanta la desproporción entre comulgantes y penitentes, algo pasa. «Lo que pasa», dicho de modo claro y sencillo, es que mucha gente se acerca a recibir la Sagrada Comunión sin las debidas disposiciones. Por eso, aunque son tantos los que comulgan, los frutos de vida cristiana son tan exiguos. Y es que la ley de «A la tierra no la engaña nadie», sigue en pie.

Los labradores de mi tierra explican muy bien qué quieren decir cuando la formulan. «Engañar a la tierra» es, por ejemplo, echar cien kilos de abono donde son necesarios doscientos. En el mes de abril, todos los trigales están iguales. Pero cuando llega agosto y la hora de cosechar, pasa lo que tiene que pasar: que la tierra donde ha faltado la mitad del abonado, produce la mitad que la que ha sido bien abonada. Y sentencian con mucho sentido común: «A la tierra no la engaña nadie».

Lo mismo ocurre con la Sagrada Comunión. Parece que es lo mismo acercarse con el alma limpia que con el alma manchada por el pecado grave y sin haberse confesado previamente. Pero no es lo mismo. Hace dos mil años dijo san Pablo lo que ahora recoge el Catecismo de la Iglesia Católica: « “Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo” [1 Co 11, 27-29]», (Catecismo, n. 1385). El mismo Catecismo explica algo que ha de hacerse para no comulgar indignamente el Cuerpo y la Sangre del Señor: «Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar» (Ibidem).

Dicho con otras palabras: se comulga indignamente cuando se ha cometido un pecado grave y se recibe la Comunión sin confesarse antes. No basta un acto de contrición; aunque sea perfecta. Hay que confesarse previamente.  

Mientras no volvamos a esta práctica, no daremos frutos de vida cristiana; al contrario, cada día seremos más baldíos. Confesión-comunión-santidad de vida forman un trinomio inseparable. Tan inseparable que incluso hay que unirlos habitualmente, aunque no haya pecados graves de por medio.

¿Cómo remontar la situación presente y equilibrar las filas de comulgantes y penitentes?

Entre otros, se me ocurren tres remedios básicos:

1º. Que los sacerdotes demos una catequesis –sencilla pero clara- sobre la realidad y gravedad del pecado y la necesidad de confesarse antes de comulgar, cuando exista conciencia de pecado grave (Esta catequesis lleva consigo la formación de la conciencia de los fieles).  

2º. Que los fieles que no se confiesan desde hace mucho tiempo, se pregunten si esto obedece a que realmente no lo necesitan o a que se han acostumbrado a quitar importancia a lo que realmente la tiene.

3º. Que todos tengamos presente que «el clima ambiental» pasa por alto incluso gravísimas aberraciones y que la presión es tan fuerte, que resulta muy fácil dejarse llevar por la corriente de la frivolidad y superficialidad; desvalorizando y hasta despreciando lo más noble y sagrado.

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