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LITURGIA DEL VATICANO II

DOMINGO II DE NAVIDAD (3.I.2010)- Ciclo C

LA NOBLEZA DE TODOS LOS HOMBRES

«Vino a los suyos y no le recibieron»

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Le ocurrió a la institutriz de Luis XIV, rey de Francia. Un día corrigió con mucha entereza al príncipe. Éste se sintió herido en su amor propio y le contestó: «¿No sabes que soy hijo del rey de Francia?. Ella, sin inmutarse, le devolvió el recado: «Y tú ¿no sabes que yo soy hija de Dios?» La respuesta no era una exageración del orgullo herido, sino la de alguien que sabía bien lo que era. Porque, efectivamente, el evangelio de hoy nos asegura que la venida de Dios al mundo –que estamos celebrando estos días de Navidad- trajo consigo la filiación divina para quienes abren su alma a ese inmenso don. «Vino a los suyos y no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre ni de amor carnal ni de amor humano sino de Dios». No se puede decir más claro: quienes acogen a Dios se convierten en verdaderos hijos de Dios. No es un modo poético de hablar. ¡Es la verdad! El mismo autor del evangelio de hoy, san Juan, nos ha dejado esta otra afirmación: «¡Esta es la maravilla, que no sólo nos llamamos, sino que somos hijos de Dios!» Las consecuencias no pueden ser más grandiosas. Una de ellas, fundamental,  es «que no hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios. Todos hemos de hablar la misma lengua, la que nos enseña nuestro Padre que está en los cielos: la lengua de los hombres que son espirituales, porque se han dado cuenta de su filiación divina» (san Josemaría Escrivá). Todos hermanos, por tanto, capaces de formar una gran fraternidad universal, donde no haya ricos ni pobres y donde lo que cuenta no es la situación social sino la realidad profunda de que la sangre de Dios-Encarnado corre por las venas de todos los hombres y mujeres del mundo. Aquí está el fundamento verdadero e inconmovible de la comprensión, de la tolerancia, de la solidaridad, de la convivencia, de la hermandad. Aquí está también la fuente de la serenidad, de la paz, de la confianza ante las situaciones fáciles y difíciles de la vida, de no temer al futuro, incluida la misma muerte. ¿Si estamos en las manos de un padre, qué podemos temer?            

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