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LITURGIA DEL VATICANO II

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (Domingo 34 del Tiempo Ordinario) 24.XI.2013

LA CRUZ ES EL TRONO DE JESÚS

“Hoy estás conmigo en el Paraíso”

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Estamos en el monte Calvario. Tres ajusticiados mueren en una cruz. Dos son ladrones y nadie se preocupa de ellos. El tercero, Jesús de Nazaret, es el blanco de todos los dardos. “Si eres el Cristo, el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!, ¡muestra tu poder!”, le gritan desafiantes los jefes de los judíos, los saldados y uno de los malhechores que está a su lado. La cruz pone un gran interrogante a todo lo que hasta entonces ha dicho y hecho. ¿Para qué sirve un Cristo que no puede siquiera salvarse a sí mismo de la muerte? Si alguien depende de él sólo tiene esta alternativa: buscar otra ayuda o desesperarse. En medio de tanto odio y desprecio, una voz se levanta pidiendo justicia. Es la de uno de los ladrones que están a su lado sufriendo la misma suerte. Encarándose con el otro compañero, proclama la inocencia de Jesús. “Lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha faltado a nadie”. Más aún, sabe descubrir que Jesús Crucificado es un Rey salvador. Y le dice: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús, que había callado ante los insultos, abre ahora la boca para decirle: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Hoy sigue oyéndose el mismo grito del Calvario: ¿Para qué sirve un Cristo que no resuelve los problemas del hambre, de la vivienda, del paro, del cáncer, de los fracasos, de la guerra, del terrorismo? Los que –por pura gracia de Dios- hemos recibido el inmenso don de la fe, sabemos para qué sirve ese Crucificado. Él no sirve para garantizar el bienestar material o librarnos del dolor en esta vida. Pero sirve para algo que es mucho más valioso. Sirve para salvarnos de la lejanía de Dios y para llevarnos al Paraíso eterno con el buen ladrón. Quien busca a este Jesús, es salvado por él de sus pecados, de sus esclavitudes, de sus sinsentidos, de la peor de todas las muertes: la muerte de la nada. Repite conmigo lo que cantamos cada Viernes Santo: “Jesús, Señor de mi vida/, que en la Cruz estáis por mí/, en la vida y en la muerte/, tened compasión de mí”. Repítelo despacio y ya me vendrás a contarme para qué sirve ese Jesús Crucificado.   

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