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LITURGIA DEL VATICANO II

Domingo 3 de Cuaresma (8.III.2015) - Ciclo B

CASA DE ORACIÓN, NO PLAZA PÚBLICA

“Volcó las mesas de los cambistas”

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El Templo de Jerusalén era un inmenso recinto con dos grandes espacios: los atrios y el santuario. El santuario estaba reservado a los sacerdotes y la segunda estancia, llamada “santo de los santos”, únicamente al sumo sacerdote y una sola vez al año. Jesús ha llegado a los atrios y se ha encontrado con un verdadero mercado: animales que se venden y se compran para los sacrificios y muchas mesas para cambiar la moneda habitual a la especial con que pagar los impuestos del Templo. Podía resultar práctico tener animales y monedas a disposición para esos menesteres. Pero no todo lo práctico y rentable es justo y, por tanto, tolerable. Hay cosas que son intolerables y hay que acabar con ellas. Es lo que hace Jesús: lía un cordel para echar a los animales y con las manos y los pies vuelva las mesas de los cambistas y tira el dinero por el suelo. La acción es muy arriesgada y provoca un revuelo inmenso. Los jefes político-religiosos le piden cuentas y le exigen que diga quién le ha autorizado a hacer esto. Jesús advierte que aquello puede costarle la vida y les da una respuesta enigmática: “Destruid este santuario y yo lo reconstruiré en tres días”. Le toman por loco y le apostrofan: “¿Han tardado cuarenta y seis años en construirlo y tú lo edificas en tres días?” No entienden el sentido profundo de su respuesta. “Él hablaba de su cuerpo” –dice el evangelista-, refiriéndose a su Muerte y a su Resurrección. Efectivamente, ellos le mataron –le destruyeron- pero Él fue devuelto a la vida por el Padre. La Cuaresma es un camino que nos conduce a esa meta: la Muerte y Resurrección de Jesucristo. Una meta que cuestiona a fondo nuestro modo de vivir. Porque no se trata sólo de recordar ese inmenso misterio de amor sino de vivirlo. Y para vivirlo no hay otro camino que morir al pecado: a la idolatría del dinero, del placer y del poder, al desamor y abandono de los padres, a la larga saga de la lujuria, al desprecio de la vida, bienes y fama del prójimo… Todo lo cual se destruye únicamente si nos confesamos. No nos engañemos: ser cristiano es exigente y exige mucha responsabilidad ¡Pero vale la pena vivirlo de verdad!

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